Salimos de Wembley, ocho años atrás, convencidos de que nuestro futbol ya estaba en otro nivel.

Entre que el Tri había sido campeón mundial sub-17 en 2005 y 2011, más esa medalla de oro en Londres con una soberbia camada sub-23, más la presencia de elementos mexicanos en grandes clubes europeos como Javier Hernández en el Manchester United, todo hacía indicar que al fin íbamos camino al gran salto que por décadas hemos esperado.

A tres meses de esa medalla de oro me tocó vivir un episodio con el que puedo resumir la euforia de aquellos días. En el sorteo de la Copa Confederaciones 2013, la fortuna quiso que nos tocara en el grupo del anfitrión Brasil y de una Italia que recién había sido subcampeona europea agarrada a los goles de Mario Balotelli.

Lejos de existir tensión o temor por tan complejo grupo, nuestros federativos caminaban exultantes por el centro de convenciones en Sao Paulo, convencidos de que México avanzaría con autoridad a la semifinal.

Fue regresar de ese sorteo para que todo se desplomara incomprensiblemente, tobogán que nos llevaría hasta la penosa recalificación en Nueva Zelanda. El Tri empezó por empatar sin goles ante Jamaica en casa y siguió por exhibir a cada aparición mayor vulnerabilidad. Inofensivo al frente e inseguro en defensa, tan incapaz de ganar en casa como de visita, ansioso y timorato, llegó a la Copa Confederaciones ya con su sitio en el Mundial muy comprometido. Ahí continuó el naufragio, ya nadie imaginando que algo pudiera hacerse ante las potencias. Una crisis que, desde entonces, ha tenido paréntesis positivos, pero de la que no hemos logrado salir del todo.

Desde que México conquistó el oro en Wembley no ha vuelto a existir ese nivel de confianza en nuestro proyecto futbolero. Lo que tenía que ser un gran, definitivo, sólido paso al frente, ha sido un desesperante juego de avanzar dos zancadas y retroceder con resignación esas mismas dos o incluso tres.

Al tiempo, hemos dejado de acudir a la Copa América (ya en 2011 habíamos tenido que llevar un equipo alterno, lo que se repitió en 2015) y nuestros clubes se han despedido de la Copa Libertadores.

Por si faltara, hoy nuestros cracks no deambulan tan firmes por las principales ligas europeas y, seleccionador a seleccionador, confirmamos que no abunda la cantidad de alternativas para conformar nuestro plantel nacional. Que Andrés Guardado y Memo Ochoa vayan rumbo a su quinta Copa del Mundo, o Javier Hernández a su cuarta, habla tanto de sus espléndidas trayectorias y lo mucho que se han cuidado como del escaso relevo generacional del que hoy disponemos.

Precisamente lo que dábamos por hecho al salir de Wembley con el oro al cuello: que grandes generaciones de futbolistas se estaban encadenando, lo que garantizaba grandes torneos y hazañas por varios años.

Si hoy México coincidiera en un grupo con Brasil e Italia la reacción no sería de júbilo. Por entonces quisimos pensar que ya estábamos entre los ocho mejores futboles del planeta, cuando la terca realidad de los Mundiales nos devuelve cuatrienio a cuatrienio al mismo sitio: que estamos varados, desde inicios de los noventa, entre los primeros dieciséis. Ni más ni menos.

Twitter/albertolati

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