Mal quedaría una línea del tiempo de la Unión Europea que no mencionara a la Champions League.

Aun sobreentendiendo que ni por mucho todo país europeo pertenece a ella, sería incomprensible el lema In varietate concordia (Armonía en la diversidad) sin poner los ojos en el certamen deportivo.

De hecho, diré algo que podrá sonar a muchos como burda simpleza: que la única melodía hoy capaz de simbolizar al continente es el himno de la Liga de Campeones. Esa obra basada en Zadok the Priest que Georg Friedrich Händel compusiera en 1727 para coronar a los monarcas británicos, ha terminado no sólo por coronar al rey europeo de futbol, sino por representar en cada uno de sus épicos acordes a la actual Europa, a sus diferencias, a sus puntos de encuentro, a su pasión y cultura comunes, a esa armonía en la diversidad.

La Copa de Campeones, como se llamó durante sus primeros 37 años la Champions League, no fue el primer intento para enfrentar a equipos de varios países en ese hemisferio. Estuvo desde los años veinte la Copa Mitropa entre clubes provenientes de las antiguos porciones del Imperio Austrohúngaro (austriacos, húngaros, checoslovacos, rumanos, yugoslavos). Estuvo ya en los cuarenta la Copa Latina que reunía a los campeones de Francia, Italia, España y Portugal. Estuvo en paralelo (nacida como la Copa de Campeones en el mismo 1955) la Copa de Ferias a la que acudían representaciones de ciudades sede de ferias comerciales –como curiosidad, el London XI fue subcampeón con elementos de Chelsea, Arsenal, Tottenham, West Ham, Fulham y Queens Park Rangers.

Coincidentemente, la Champions League fue bautizada así casi al mismo tiempo que el Tratado de Maastricht se firmó en 1992. La primera transformaría pronto a un certamen exclusivo para campeones en un asunto de numerosos exponentes por país. La segunda fue la columna medular para que existiera la UE como la conocemos ahora.

A eso añadamos un inesperado factor que hermanaría, de entrada a su pesar, a futbol y política. Que Jean-Marc Bosman, un humilde futbolista belga, ganara en diciembre de 1995 un juicio ante el Tribunal Europeo. Su pase al Dunkerque francés se había caído por la exigencia de un traspaso cuando ya había terminado contrato y, sobre todo, por los límites a extranjeros. Bosman planteó que si un ciudadano belga es libre de trabajar en Francia o en cualquier confín de la Unión Europea, no tenía sentido que como futbolista se le retirara ese derecho. A partir de él dejó de haber límite para firmar a futbolistas comunitarios y surgió un Barcelona con siete holandeses en la cancha, un Arsenal con diez franceses registrados o un Inter de Milán sin un italiano jugando.

Nadie puede dudar que la In varietate concordia es consecuencia también de Bosman y las alineaciones multieuropeas que lo siguieron, sello imprescindible de la entrañable Champions League.

Ha sido insufrible la espera sin ella desde marzo. Al fin este viernes regresa para iluminar el agosto más peculiar en la historia del futbol. Dejen que su piel se erice hoy con su himno y concederán: nada, nada, nada suena más a lo que esa Unión Europea enarbola que esos acordes regalados por Händel a la eternidad.

 

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