El primer nombramiento que hace un presidente de los Estados Unidos ocurre meses antes de la elección, al designar a quien será su candidato a vicepresidente —es decir, el primero en la línea sucesoria legal, y muchas veces en la electoral—.

En los próximos días, Joe Biden, candidato demócrata a la presidencia en noviembre y vicepresidente de Obama entre 2009 y 2017, anunciará a su número dos. Ya dijo que será una mujer, así que si gana, los Estados Unidos tendrán a su primera mujer vicepresidenta desde la entrada en vigor de la Constitución en 1789.

Hasta 1804, el vicepresidente era el hombre que recibía la segunda mayor cantidad de votos electorales. Por ejemplo, en la elección de 1796 el federalista John Adams ganó la elección, pero su acérrimo enemigo, el demócrata-republicano Thomas Jefferson, se llevó la plata, y en consecuencia, sirvió de vicepresidente de Adams.

Debido a la obvia inestabilidad interna que esto generaba en el gobierno, el mecanismo se sustituyó mediante la décimosegunda enmienda de la Constitución, que, hasta hoy en día, permite que el candidato a presidente y a vicepresidente vayan en una sola fórmula, y compitan contra una o varias con ese mismo esquema.

No obstante, durante la mayor parte de la historia, la vicepresidencia fue una oficina oscura y sin influencia; una especie de tumba política. Si bien la oficina había llevado al poder al carismático Theodore Roosevelt tras el asesinato de William McKinley en 1901, fue hasta 1919, bajo Woodrow Wilson, que el vicepresidente comenzó a ser incluido en las reuniones de gabinete, y ni siquiera con regularidad.

John Nance Garner, primer vicepresidente de Franklin Roosevelt entre 1933 y 1941, dijo que el cargo “no valía ni una jarra de orina tibia”. Harry Truman, su tercer vicepresidente, declaró que a la muerte de Roosevelt en 1945, ni siquiera sabía del proyecto Manhattan para desarrollar la bomba nuclear y terminar con la guerra.

No fue sino hasta los 50 y 60 del siglo pasado que la vicepresidencia comenzó a ganar músculo. Por ejemplo, Richard Nixon, vicepresidente de Dwight Eisenhower entre 1953 y 1961, fue el primero en asumir poderes ejecutivos de manera temporal cuando el general en retiro se sometió a una cirugía por un infarto, en 1955.

Seis años después, John F. Kennedy fue el primer mandatario que le permitió a su vicepresidente, Lyndon B. Johnson, tener una oficina en el complejo extendido de la Casa Blanca —más no en la residencia oficial, cosa que vendría unos 15 años después—. Ello marcó un parteaguas, ya que antes el vicepresidente, al ser también presidente del Senado —sin voto, salvo en empates—, despachaba en el Capitolio.

Walter Mondale, la mancuerna de James Carter entre 1977 y 1981, fue, según diversos historiadores, el primer vicepresidente “moderno”: con más influencia administrativa, acceso al presidente, agendas mediáticas y viajes al exterior.

Sin embargo, los límites de esa coexistencia se estiraron al máximo entre 2001 y 2009. Dick Cheney, vicepresidente de George W. Bush —quien era hijo de un exvicepresidente, George H. W. Bush— permitió que el poder de Cheney creciera como nunca antes. Seguridad nacional, política exterior, temas presupuestales, Cheney diseñaba y promovía varias de las principales políticas de Bush hijo.

Hoy, la vicepresidencia estadounidense ha regresado a una posición similar a la que tenía con Mondale: una de asesoría presidencial permanente e incluso de cierto activismo social. Pero acotada política y mediáticamente tras el paso de Cheney.

Parafraseando a Charles O. Jones, uno de los principales estudiosos de la institución presidencial norteamericana, la vicepresidencia, en el fondo, cumple una función filosófica: le recuerda al hombre más poderoso del mundo de su propia mortalidad. Le reitera que, en democracia, nadie es insustituible; que la continuidad del gobierno, y por ende, de la República, está siempre a sólo un latido de distancia.

@AlonsoTamez