Acaso la gran equivocación de quienes trataron alguna vez a Diego Armando Maradona –o, para mayor precisión, de quienes él permitió que lo trataran– radicó en pensar que su principal adicción era a las drogas. Lo del diez albiceleste, hoy queda claro, es también una adicción a los aplausos, a la aprobación, a que sus decisiones de vida y conductas no terminen más que donde su capricho delimite. En ese sentido, la sobredosis del crack no tiene límite ni fecha de caducidad, porque quienes le rodean por eso y para eso le rodean: para ovacionar.

Tan penoso como que un hombre próximo a los sesenta años se desnude en público mientras baila, es que alguien de su círculo más íntimo lo grabe y difunda el video. ¿Por qué lo difundió? Supongo que, más allá de por sentirse importante al presumir su cercanía respecto a la leyenda del balón, porque ha de pensar como todos quienes frecuentan a Diego que eso resulta simpático.

El colmo ha sido que las imágenes trascendieran justo en el aniversario de su mayor proeza futbolística, aquel gol frente a Inglaterra de México 1986. Un 22 de junio probó que la zurda le bastaba para reinar, otro 22 de junio se confirma por enésima ocasión como víctima mayor de ese reinado.

No se trata de lecciones moralinas o de probar el efecto que los excesos tienen. Se trata de asimilar el daño que se hace a quien todo se le festeja. Muchos de quienes juegan algún deporte a cierto nivel se topan con un cambio medular al retirarse: han de aprender a vivir lejos de los aplausos masivos, de los colosos que rugen con su sólo levantar de las manos, con los cantos que repiten su nombre hasta secar gargantas de pueblos enteros. En el caso de Maradona, eso no ha sucedido. A donde viaja, sea dirigiendo a un humilde equipo o vacacionando, pareciera que está por alinear en un nuevo Mundial. Las masas muestran debilidad por un héroe tan caído y por ende tan humano. A eso Diego corresponde exhibiéndose aun más vulnerable, como si así cumpliera su misión. Hoy se le idolatra tanto como en el pasado, aunque se le contempla distinto, con algo de dolor y exotismo.

No es fácil ser Maradona. No es fácil que exista una iglesia a tu nombre, como si tus patadas en la cancha bastaran para un fervor místico y una categoría de profeta. No es fácil el frenesí estallado en donde desde hace cuarenta años pisa. Mucho menos fácil con el séquito de aduladores que le sigue, cada cual reemplazado quizá en cuanto deja de aplaudir lo suficientemente alto. No hay manera de que se rehabilite de eso, porque esa sustancia no tiene fin: siempre habrá algún voluntario para seguir montándole ese show. Un show en el que Diego Armando, como si perpetuamente driblara a toda Inglaterra, termina subiendo al escenario para observar al planeta vitoreándole y diciéndole que todo vale.

 

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