Puestos a definir la era clásica del futbol, ese molde y punto de referencia para la posteridad, no hay más que la Copa del Mundo de México 1970 –dejando claro que lo clásico no es necesariamente lo mejor o no al menos para todos.

Sucedió justo cuando la emisión del futbol a color se consolidaba haciendo vivo lo que por años pareció de piedra (todavía el Mundial precedente, Inglaterra 1966, la mayoría lo recibió a blanco y negro). Sucedió cuando la radio cedía a manos de lo audiovisual (Jorge Valdano aseveraba que después de toda una vida escuchando exageraciones radiofónicas que se referían a los futbolistas como criaturas de mitología, ahí estaba la confirmación ante los ojos: lo eran). Sucedió en un instante de máxima coincidencia de estrellas en la cancha. Y sucedió, sobre todo, gracias a una regresión al futbol escolar.

Si en el patio del colegio suelen jugar los mejores, sin importar su posición, el esquema sometido al talento y no a la inversa, eso emprendió el inolvidable Brasil de aquel torneo. Mario “Lobo” Zagallo llegó a la dirección técnica más avalado por haber sido bicampeón en la cancha con Pelé como compañero (1958 y 1962), que por su promisoria carrera entrenando al Botafogo. Lo que hacía falta era un pacificador, luego de dos timoneles despedidos en tres años, Zagallo apenas tomó el puesto a tres meses del Mundial mexicano.

Las habitaciones del Hotel Das Palmeiras de Río de Janeiro, hoy en decadencia, vivieron el acontecimiento definitivo para que el futbol ascendiera de deporte a bella arte. Encerrado ahí, Zagallo buscaba la salida a un laberinto; como nunca antes, como nunca después, disponía de cinco cracks que jugaban como diez en sus respectivos equipos. Pelé en el Santos, Tostao en el Cruzeiro, Jairzinho en Botafogo, Rivelino en Corinthians, Gerson en Sao Paulo. Así que el entrenador propuso: si Rivelino se pegaba a la izquierda con mayor sacrificio, si Gerson aceptaba ser escudero un poco más atrás de la media-punta, si Jaizrinho se adueñaba de la derecha casi como extremo, si Tostao se transformaba en un nueve (o, en términos recientes, falso nueve), si Pelé jugaba donde el sentido común le dictara, si los restantes cinco jugadores de campo corrían lo suficiente para sostenerlos… La Capilla Sixtina del futbol se había consumado, ahí estaba la ópera máxima de esta disciplina.

Como el poeta escocés Alastair Reid clamara: “Si un marciano preguntara qué es el futbol, un video del partido Brasil-Perú de México 1970 lo convencería de que se trata de una elevada expresión artística”. O lo mismo el Brasil-Inglaterra de la primera ronda, para muchos incluso superior al que sería elevado a juego del siglo en ese mismo torneo, el Italia-Alemania. O el Brasil-Uruguay en el que Pelé dribló al portero Ladislao Mazurkiewicz sin tocar la pelota. O la final contra Italia en la que no era creíble que esos cinco estetas se pasaran el cincel de mano en mano para esculpir el David del Siglo Veinte.

Hubo grandes revoluciones del futbol desde la inventiva, desde el pensamiento, desde el comprender otras formas de dañar al rival y proteger tu puerta: Holanda cuatro años después, Austria en los treinta y Hungría en los cincuenta, si gustan Sacchi con su Milán y Guardiola con su Barcelona… La diferencia es que esta revolución del balón se labró con las piernas: cinco violines transformando sus solos en arte colectivo, desde 1971 todo el futbol ya es postclásico, desde el Brasil coronado cincuenta años atrás ya se dispone de un eterno punto de referencia.

 

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