El tema no tiene nada de nuevo. No en la NFL y mucho menos al interior de la profundamente segregada y desigual sociedad estadounidense. La gran diferencia, pensarán algunos con ingenuidad, es que esta vez la máxima autoridad de la liga de futbol americano, Roger Goodell, se pronunció lamentando no haber defendido a los jugadores que abrieron el debate contra el racismo.

Tan tarde y con tan escasa concesión, que da para pensar más en el control de daños de una marca, mero acto de relaciones públicas, y no en sinceridad. Empezando por la no referencia a Colin Kaepernick en el discurso y siguiendo con la obstinación de sus equipos de contratar a pocos afroamericanos para puestos vistos como cerebrales –contrasta el más de 70 por ciento de negros jugando con el 25 por ciento haciéndolo como mariscales de campo titulares y apenas 5 por ciento trabajando en las oficinas, 9 por ciento como entrenadores, 7 por ciento como directores generales, ninguno como presidente.

Cuando en 2017 Donald Trump se atribuyó el mérito del veto en la NFL a Kapenernick, tuvo que haber sido refutado con un acto que marcara en qué cree la liga. Ante un presidente que celebraba el desempleo de un mariscal de campo y ofrecía su cabeza como trofeo de batalla, ante un político que presumía el pavor de los dueños de la NFL a sus tweets, nunca existió respuesta. Meses antes, al asumir la presidencia, tuvo tiempo en su discurso inaugural para saludar al propietario de los Patriotas, Robert Kraft, y a su entonces quarterback, Tom Brady. Así que ha sido innegable que Trump, mientras torpedea a los jugadores, se mantiene aliado de sus jefes.

Nada nuevo. Ni la confrontación, ni el abuso de las autoridades tan focalizado en esta minoría. Al abrir 2016, en el medio tiempo del Super Bowl, Beyoncé formó una equis con sus bailarinas en alusión Malcolm X, portó un guante que muchos quisieron relacionar con Michael Jackson pero era un claro guiño al movimiento Black Panther (recordando a John Carlos y Tommie Smith en el podio de México 1968), además de que sus bailarinas mostraron a la cámara una hoja con el texto, “Justicia para Mario Woods”, muchacho afroamericano asesinado por brutalidad policial. No es de extrañar que el círculo cercano al entonces candidato Trump, como Rudolph Giuliani, haya criticado severamente esa puesta en escena. Tiempos en los que el magnate mutado en político subía mensajes insistiendo que el futbol americano era poco menos que una porquería y que por eso ya nadie lo veía (enésima mentira, desde hace un buen rato es el deporte más observado en la Unión Americana).

Goodell, acaso el dirigente deportivo más exitoso de la historia, ha fracasado en el manejo de este tema. Sabedor de que llegaba tarde al pronunciarse hasta el viernes, ya con las ciudades atestadas de manifestaciones y choques con la policía, llegó también con insuficiencia. Un día antes, algunos de los principales jugadores afroamericanos de la NFL (incluidos Patrick Mahomes y Odell Beckham Jr), exigieron en un video que la liga al fin condenara el racismo y concediera libertad de expresión a sus participantes. Eso hizo Goodell: un avance, sí, aunque cuando los eventos avanzan a kilómetros por hora, quien nada más se atreve a avanzar metros luce estático. Precisamente lo que ha acontecido a la NFL, más angustiada porque su marca salga sin mallugaduras que por defender lo justo.

 

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