Es curioso que alguien que pasará a la historia por su capacidad casi esotérica para leer defensivas, por su don para detectar los más milimétricos espacios, por su genio para visualizar lo que nadie desde una estatura baja y obstruido por una doble muralla de gigantes, no haya podido leer con corrección este tema.

Y no, el error de Drew Brees no se justifica por ideología o postura política, ni siquiera por esa fotografía que tanto ha circulado en la que posa sonriente junto a Donald Trump. Su error, lamentado horas después por el propio mariscal de campo con un comunicado, fue sembrado y divulgado por el presidente de Estados Unidos: hacer lucir las protestas durante el himno como acto antipatriótico y de desdén hacia las fuerzas armadas, cuando de ninguna forma lo son.

Brees vinculó su rechazo a esas manifestaciones con sus abuelos combatiendo en la Segunda Guerra Mundial como si existiera relación. No la hay. Lo mismo podrán encontrarse deportistas hincados en el himno cuyos antepasados defendieron a la patria y muchos de ellos afroamericanos –con la diferencia de que ellos volvieron de salvar al mundo libre para no ser libres en su propia casa.

Por ejemplo, el único beisbolista que se sumó a Colin Kaepernick, colocándose de rodillas mientras sonaba el Star-Spangled Banner en Grandes Ligas, fue Bruce Maxwell, tan hijo de militares que nació en una base estadounidense en Alemania.

Así que Brees, como millones de estadounidenses que han abucheado a quienes bajaban la mirada en el himno, cayó en la trampa de Trump. Tan contrario a la interpretación que le dio Barack Obama en 2016 desde la Casa Blanca, al comenzar las protestas de Kap: “Lo que ha hecho es generar más conversación sobre ciertos temas respecto a los que necesitamos hablar. Prefiero que haya jóvenes implicados en el debate y tratando de ver cómo pueden participar en el proceso democrático, que gente que simplemente se queda al margen de todo y no presta atención”.

Más patriótico que colocarse la mano en el corazón y negar la realidad, resulta pretender un país para todos, cuyas autoridades no distingan con base en color de piel o religión. Más patriótico que llorar al ver la bandera es pugnar porque los derechos humanos y la justicia sean para todos –y eso podemos extenderlo a este México en el que, no nos engañemos, padecemos la forma de racismo más peligrosa que es la normalizada, la que ni se nota, la que se asume como natural.

El craso error de Brees no cambia sus gestas en el emparrillado y tampoco un altruismo difícilmente equiparado por otro deportista. Lo que ha ayudado a Luisiana, el tercer estado de la Unión Americana con mayor porcentaje de población negra, ha sido muy relevante tanto en el devastador huracán Katrina de 2005 (llegó a jugar a Nueva Orleans poco después), como meses atrás al desatarse la pandemia.

Sin embargo, sirve como muestra de las invencibles paradojas. Para muchos es más importante cómo se reacciona ante la entonación de unos acordes que la brutalidad policial tan focalizada en algunas minorías. Sobre todo para los que han sido demasiado afortunados como para experimentarlo en persona.

Y es que Brees lee con maestría las defensivas porque en ese instante lo está viviendo. Opuesto a eso, nunca vivió ni vivirá lo que es ser criminalizado y estigmatizado,  perseguido y amenazado.

 

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