Héctor Zagal
 

Héctor Zagal
Profesor Investigador de la Facultad de Filosofía
Universidad Panamericana

A todos nos da miedo la muerte. Por eso procuramos no hablar de ella. Por eso “muerte” es una palabra obscena. Y en estos días, la muerte pesa más que nunca. Por un lado, el fin de la vida nos angustia porque no sabemos con certeza qué pasa después, no sabemos qué es morir. La muerte de otros levanta cientos de preguntas y también inspira otros cientos de respuestas. Pero la muerte propia, aquella que no podemos conocer sin morir, es una incógnita. Y así, sin conocerla, sin saber si es el peor de los males o el mayor de los bienes, le huimos.

Muchos filósofos han enfrentado a la muerte con sus reflexiones. Platón hace de la muerte de su maestro, Sócrates, un ejemplo de cómo debería vivirse la vida. La filosofía, decía Platón, debe ser una preparación para la muerte. Epicuro, quien pretendía una vida sin turbaciones, intentaba tranquilizar a sus discípulos con un razonamiento sutil: si vivimos, la muerte no está; y si la muerte llega, nosotros ya no estaremos. Pero el truco de Epicuro es mera palabrería y no tranquiliza a nadie.

San Agustín escribió que sólo podemos estar seguros de que moriremos. Podemos esperar obtener dinero, honores, placeres, un súbito golpe de suerte, pero nada de eso es seguro. En cambio, se espere o no, la muerte es siempre segura. Heidegger consideraba que la muerte le daba sentido a nuestros proyectos, pues saber que somos mortales nos apura a elegir qué vida queremos llevar. Si fuésemos inmortales, ¿nos levantaríamos cada mañana? ¿Por qué hacer hoy lo que podemos hacer dentro de 100 años?

De modo práctico, lidiamos con la muerte asignándole espacios específicos y cuidamos que no salga de ellos. Por eso no vemos salir los cadáveres de los hospitales y nos inquietan los velorios.

Pensamos que la muerte ronda los campos de guerra, los hospitales, las catástrofes naturales, los cementerios, y que no sale de estos lugares. Claro que puede sorprendernos cruzando la calle, en casa, en el trabajo, pero éstas son ocasiones extraordinarias, aunque siempre lamentables. Sin embargo, la irrupción de una enfermedad imparable (al día de hoy) ha difuminado los límites entre la muerte y la vida. La muerte ya no es impersonal. La pandemia nos obliga a conjugar el verbo “morir” en primera persona. La muerte se agazapa tras la puerta, quizá en la casa de un vecino, tal vez en la palma de la mano de un amigo, en el estornudo de un colega.

El horizonte de la muerte, a partir del cual administramos nuestra vida y nuestros proyectos, está en crisis. Con ello se ha alterado el orden del tiempo. Aquel evento final, que siempre se supone muy lejano en el futuro, podría estar esperándonos en el siguiente paso que demos. Los calendarios casi no tienen sentido, como si los días estuvieran suspendidos.

Por otro lado, hoy no sólo nos preocupa morir, o que nuestros seres queridos mueran, sino las condiciones en las que podría ocurrir. Reflexionar sobre la muerte, la propia y la de otros, ha fomentado la creación de cuidados paliativos. El ser humano ha buscado maneras de contener la muerte, de expulsarla de la vida. La medicina es un arte que busca preservar la salud y restaurarla si alguna vez se pierde para vivir y vivir sin dolor. Sin embargo, la medicina también cuida la vida que está en proceso de acabarse. Aquellas muertes que no son inmediatas, que se presentan a modo de enfermedades imparables, requieren un cuidado especial. No se abandona a quien agoniza, aún cuando sus males sean intratables y su muerte inaplazable. Quien sufre merece ser cuidado y acompañado, tanto como aquel que está en proceso de recuperarse. La vida del moribundo es tan valiosa como la de cualquier otra. De alguna manera, morir acompañado de nuestros familiares y amigos, en un entorno controlado, nos consuela.

La pandemia de coronavirus ha reavivado estas reflexiones. ¿Qué pasa si un familiar se enferma? ¿Cómo cuidarían de él si llegara a necesitar hospitalización? ¿Alguien estaría a su lado durante su último aliento o moriría solo? No me malentiendan, no quiero criticar a los miles de médicos, enfermeros y enfermeras, personal de los hospitales que están trabajando heroicamente y sin parar por salvar vidas.

No es culpa de ellos. Ningún sistema de salud puede hacer frente a esta pandemia de una manera ordinaria. Mi propósito no es criticar, sino compartir con ustedes mis miedos. Si morimos, ¿en qué condiciones será? Si un ser querido enferma y es hospitalizado, actualmente no podríamos acompañarlo. No estaríamos presentes para poner nuestras manos ni podríamos darle un beso en la frente. No podríamos cerciorarnos de que está cómodo, ni llevarle un regalo, ni hablar con él. Aunque estas acciones quizás no salven su vida, harían más digna su muerte. Y si muriera, ya sea de coronavirus confirmado o sospechoso, no podríamos velarlo. De acuerdo con las instrucciones de las autoridades, los familiares tienen que decidir cuanto antes si el cuerpo será inhumado o incinerado.

Hasta ahí. Y no estoy cuestionando esta medida, por demás razonable. Así se vivió durante las grandes pestes de la historia. Un carro recogía a los muertos. Es más importante salvar a los vivos que velar a los muertos.

Son tiempos difíciles y lamentables. El consuelo que pueden recibir quienes han perdido seres queridos estos días es a distancia, casi mudo, seco. Hoy vivimos la muerte con solitario desconcierto.
¡Sapere aude! ¡Atrévete a saber!

@hzagal

Profesor de la Facultad de Filosofía en la Universidad Panamericana