Quedó corto el pronóstico. Pensábamos que la Bundesliga sería la prueba piloto para el resto de los eventos deportivos. Hoy, a seis días de su retorno, asimilamos que, más bien, será la prueba piloto de la rutina en general, de lo que sea que terminemos por calificar como normal en lo que falta de este 2020 y quién sabe por cuánto más.

Ha bastado con que se nos compartan las medidas fijadas por las autoridades sanitarias alemanas para que quienes se mantenían ilusos recapacitaran: una cosa es que ruede de nuevo el balón, otra muy distinta es que desencadene el antiguo microcosmos pleno en convivio e intercambio físico, planeta alterno en el que los extraños se abrazaban sin requerir permiso. Prohibidos los festejos comunales de gol en la cancha o fuera de ella, nada de besos y abrazos, ya no decir un acto casi reflejo de este deporte como lo es estrechar la mano al jugador caído para levantarlo. En cuanto a la banca, adiós a los cuchicheos y bromas al oído, la distancia física entre cada suplente será el modelo. Los entrenadores, otrora tan paternales sosteniendo a sus dirigidos al indicarles algo, aprenderán a comunicarse aire de por medio, ni palmadas de espalda, ni apretones de cuello, ni esconder la cabeza de sus pupilos contra su pecho.

Sin embargo, el rincón más alterado será ese que oculta cual conjuro al previo, medio y post de cada partido. Si la comunión de un colectivo y sus entrañas siempre se habían resumido bajo el enigmático término “vestuario”, olvidémonos de entrada de esa noción. Reconvertido el camarín en mera estación de paso, adiós a las duchas comunales, a bromas tan pesadas que ni las autobiografías más osadas se aventuran a revelarlas, a la competencia de estrafalarias modas y costosas prendas, a las largas permanencias que dan sitio a recriminaciones y reconciliaciones, a los iracundos empellones al que no corrió y sinceras disculpas al que no se le cedió balón, a las arengas de salivas visibles e invisibles rematadas por coreografías de manos y jalones.

Nada que esperemos demasiado es como lo esperábamos, el futbol que en breve regresará en Alemania será otro. Conocemos de memoria el horrible hueco de los cotejos a puerta cerrada, mismos que admitíamos por excepcionales. Esta vez los recibiremos como la existencia recién instaurada. Acaso el niño que se aficione al futbol en los próximos meses, se extrañe cuando este deporte vuelva a acompañarse por coloridos cantos y clamores. ¿Por qué gritan tanto?, cuestionará. ¿Cómo se aprendieron la misma melodía?, se extrañará.

Si tras meses encerrados queremos comprender la aproximación a la otredad luego de la pandemia, ahí tendremos. La Bundesliga no sólo vuelve para explicarnos la nueva pauta del deporte de máximo nivel (porque la liga de beisbol taiwanesa y la de futbol coreano, carecen de esos alcances mediáticos). Vuelve también para anticipar, de confinamiento en confinamiento, de casa en casa, de país en país, una serie de pistas de lo que ya es y ni el científico más cualificado sabe cuándo dejará de ser.

Ningún resumen mejor del nuevo orden social que dos futbolistas celebrando un gol cada uno desde su remoto lugar en la cancha. Del intercambio de uniformes, ya practicado por Áyax y Héctor en la Guerra de Troya, ni siquiera hablar.

 

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