Dr. Héctor Zagal
Profesor Investigador de la Facultad de Filosofía
Universidad Panamericana
SNI II

 

Quienes vivimos en la CDMX no exageramos cuando decimos que la ciudad es un caos: el tráfico, el metro en hora pico, las marchas, las inundaciones, la mala calidad del aire, la creciente convivencia de ciclistas con los automóviles, los puestos ambulantes de comida. Todo en un cambio constante. Una misma calle puede ser librería, tianguis de artesanías o paso solitario. Una plaza es salón de baile. Una esquina es escenario musical. Un lago puede ser un cine. Depende del día y del horario. La ciudad es compleja porque tiene vida. Tiene ciclos, anhelos, límites que se transforman una y otra vez. La convivencia de espacios implica, también, la convivencia de personas de todo tipo.

En estos días de contingencia, pienso en los paseos que a veces podía dar en el centro histórico de la ciudad de México. Recuerdo el rugido de la entrada de metro Bellas Artes, el cruce peatonal al pie de la Torre Latinoamericana, el ajetreo de la calle de Madero, la bandera ondeando en el cielo azul, la imponencia de la Catedral, el silencio del Templo Mayor. Se me vienen a la mente los ríos de gente, que muchas veces se cortan en remolinos antes de seguir su paso. Pienso en cómo estos ríos humanos han reemplazado a los antiguos ríos que corrían por el centro. ¿Se imaginan poder tomar una canoa para transportarse en lugar de un bicitaxi? Antes del reinado del asfalto, se podía recorrer la Acequia Real, canal que conectaba con el de la Viga por la actual calle de Corregidora, pasando delante del Antiguo Palacio del Ayuntamiento, y que corría por la actual calle 16 de Septiembre.

Cada calle del centro histórico está cargada de historia, de memorias que se sobreponen y conviven en irresoluble tensión. El centro ha resistido los embates del tiempo gracias a que no ha dejado de ser núcleo vital de la ciudad. La vida comercial se ha mantenido a lo largo de siglos, de guerras, de desastres. Ya Hernán Cortés y Bernal Díaz del Castillo, quienes dejaron importantes testimonios de los primeros años de la Conquista, no fueron parcos al momento de señalar a Tenochtitlán como un reino a la altura de cualquier ciudad europea. Pero al hablar de sus tianguis, su comercio, sus productos y artesanías, parecían faltarles palabras para abarcar la riqueza de sus puestos. En los siglos siguientes, el centro comercial, político y cultural del imperio mexica se convertiría en el centro de Nueva España. Cambió la arquitectura, el trazo urbano, pero no la esencia.

En el siglo XVI, la Plaza Mayor funcionaba como centro de comercio. Ya para el siglo XVII, estaba tapizada de puestos surcados no sólo por compradores ni comerciantes, sino por animales de carga. Frutas y flores embriagaban los sentidos. Y en el centro de la Plaza se encontraba una fuente que dotaba del agua necesaria para saciar la sed de algunos transeúntes o para lavar algún trapo.

Durante la Colonia, la Plaza Mayor llegó a albergar tres mercados al mismo tiempo. Uno vendía víveres, conocido en esa época como el de “puestos de indios”; otro era el mercado de manufactura artesanal, por lo general de segunda mano, y era conocido como el Baratillo; y el mercado de productos ultramarinos, donde se comerciaban las maravillas que llegaban con la Nao de China a Acapulco. Este último mercado recibió primero el nombre de Alcaicería. Posteriormente sería conocido como el Parián.

Entonces, como hoy todavía, la distribución de los puestos respondía a una dinámica social. En la cúspide de la jerarquía de los comerciantes se encontraban los “cajoneros”, o dueños de tienda; mientras que los “puesteros de plaza”, o vendedores menudistas se encontraban en el estrato más bajo. En medio de ambos extremos se encontraban los empleados dependientes, los vendedores al “viento”, es decir, en la calle, y los puesteros “arrimados”. Las tiendas o “cajones de madera” se encontraban junto al Portal de Mercaderes y el edificio del Ayuntamiento. Las “mesillas” del Baratillo se encontraban en el centro de la plaza. Y los “puestos de indios” estaban ubicados junto a la Acequia Real.

La interacción entre tiendas y puestos, entre comerciantes mayoristas y menudistas, entre españoles e indios, era una de las características principales del comercio de la Plaza Mayor. Las cosas no han cambiado mucho hoy. El Centro sigue congregando gente de todos los puntos de la ciudad. Actualmente, este caleidoscopio humano ha tenido que recluirse. Las calles se han vaciado y el centro histórico ha recibido un descanso. Espero, junto con muchos chilangos, que pronto podamos volver a correr por las venas de nuestra ciudad.

Sapere aude! ¡Atrévete a saber!

Profesor de la Facultad de Filosofía en la Universidad Panamericana