En uno de los rincones de mayor consolidación de la narrativa deportiva, como sin duda lo es España, una voz extranjera elevó a la retórica futbolera a otra dimensión.

Voz tan exquisitamente titubeante en su pronunciación como certera en su elaboración, Michael Robinson fue carismático y profundo sin pretenderlo.

Personaje natural, entrañable, sabio, simpático, revolucionó la manera de generar contenidos futboleros. Tras cerrar su carrera a fines de los noventa con el Osasuna –antes había sido campeón de Europa con su adorado Liverpool, así como seleccionado irlandés por su ascendencia–, ya no dejó la España que le encandiló.

Su conducción de El día después, emisión en la que repasaba la jornada a cada lunes en Canal Plus, modificó la forma de presentar el futbol, de concebirlo, de proyectarlo. Sonido, profundidad, análisis, anécdota, diversión, desenfado, dinamismo, audacia.

Coincidí brevemente con él durante las transmisiones de Brasil 2014, cuando acudió como refuerzo de lujo de la cadena TDN. Ahí me reveló una clave que, a su sencilla manera (que nunca simple), me permitió comprender por qué yo realizaba mis coberturas como las realizaba: que, como buen celta, a él de niño le contaban historias; y que, por ende, él prefería aproximarse al futbol desde las historias y no desde el juicio.

En un medio saturado de opinión y estridencia, esa era su marca. Esa y el gozo por lo que hacía; esa y el resaltar siempre el factor humano en episodios inolvidables de Acento Robinson (el nombre jugaba con la batalla de sus músculos faciales para articular el castellano); esa y el aterrizar en el futbol los fenómenos más complejos de entender, así como llevar al futbol de vuelta a esos fenómenos sociales, paredes sin límite.

Lo que a primera vista se infería como un destrozo del español, al cabo de escasos segundos podía comprobarse que era, más bien, su sublimación: reinventarlo, respetarlo, amarlo, como acaso sólo ama a un idioma quien lo habla por elección y no por instinto.

Sincero y sin poses como no es común, su reflexión sobre la tanda de penales con la que se coronó el Liverpool en 1984 es un monumento. ¿Qué pensó al avisársele que tiraría? Que seguro sus padres andarían diciendo “mi hijo la va a cagar”. ¿Algo más? Que si erraba necesitaría conseguirse una parcela en Mongolia para desaparecer del mapa. Parcela que bien le hubiera salvado aun ganando el título, cuando olvidó el trofeo europeo por andar comprándole cigarros a su mamá en el aeropuerto. A segundos de despegar se dio cuenta y salió despavorido del avión para recoger el objeto que más esperaba la afición red… ese que, arrumbado en el duty free, por poco no toca el puerto.

Meses atrás hizo público que padecía cáncer, recalcando que la enfermedad podía matarlo, pero no quitarle la vida de los días que le quedaran. No se la quitó. A cada emisión continuó iluminando con eso rebotes anglos sobre el español, a cuantos tuvimos privilegio de verlo y escucharlo, de aprenderle y admirarlo.

La crónica deportiva española es otra después de ese jugador británico que al ser fichado por el Osasuna no hallaba el nombre de esa ciudad en el mapa. Tuvo que aterrizar para enterarse de que Osasuna no existía como localidad, de que viviría en Pamplona. Más tarde cambiaría el rumbo de los micrófonos de la patria por la que se dejó adoptar.

 

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