Mientras salía a trompicones del último de mis sueños y abría una rendija en mis ojos para descifrar si había amanecido el sábado, ya no desperté pensando en qué partido de la Premier League me aguardaba.

Tampoco en la posible alineación del Real Madrid en la jornada española, en las perspectivas del Guadalajara en la mexicana o en si Roger Federer jugaba. Lo mismo un día después, innecesario repetirme en la vigilia que por delante no había un domingo de Fórmula 1 ni de futbol americano. Mucho menos desplazar unos meses mi agenda imaginaria hacia la Eurocopa, la final de Champions League, la Copa América, Roland Garros, las competencias de ciclismo de ruta, ¡los Juegos Olímpicos!

Nada más eficaz que lo inevitable para de inmediato acostumbrarnos, acostumbrados a este vacío estamos: la mayor amputación en la historia deportiva, hemos dejado de buscar lo que sabemos perdido.

Así de adherido ya a mi subconsciente este hueco, hoy lo complicado no es vivir sin balones rodando y superhumanos corriendo, sino la incertidumbre de cuándo volverá a suceder. Más que por los goles, los raquetazos, las canastas, como síntoma de lo que nuestra vida fue.

Obviamente, sería no sólo imprudente sino incluso inepto el priorizar en tamaña crisis de salud si un torneo de liga termina o la campaña de beisbol arranca. Sin embargo, como mero símbolo de la normalidad desvanecida, ahí está un deporte paralizado del todo como nunca aconteció.

Por comparar con los momentos más extremos, vale la pena recordar que aún durante la Segunda Guerra Mundial se continuaron disputando torneos de varios países medulares en el conflicto. En la Alemania de 1945, sitiada y bombardeada, todavía hubo un derbi bávaro (Bayern contra 1860 Múnich) el 23 de abril de 1945. Es decir, apenas una semana antes de que entraran en esa ciudad tropas aliadas y de que Hitler se suicidara en Berlín. Así que la llamada Gauliga (en ella compitieron equipos estrictamente germánicos de cada territorio tomado: austríacos, checos, de Alsacia y Lorena en Francia, polacos, luxemburgueses) casi vivió más que el régimen nazi que la inventó.

Durante los seis años de esa guerra, la selección inglesa jugó 29 partidos. También hubo un certamen anual a nivel de clubes y en alguno de sus cotejos el defensa Harry Goslin tomó el altoparlante del estadio para decir: “Estamos enfrentando una emergencia nacional. Pero este peligro puede ser derrotado si todos mantenemos la mente fría y sabemos qué hacer. Esto es algo que no podemos delegar a nuestro prójimo. Todos tenemos nuestra misión que cumplir”. Su Bolton se coronaría en 1945 ante el Chelsea…, ya sin Goslin, caído en el frente italiano.

O, por hablar en términos similares, durante la pandemia de la Influenza Española de 1918 (se estima que mató a más de 50 millones de personas), los beisbolistas batearon en Grandes Ligas con cubrebocas, la serie final de hockey sobre hielo de la NHL sólo dejó de completarse porque medio equipo de uno de los finalistas se reportó con altas fiebres por el contagio.

Una serie de ejemplos para ilustrar lo atípico de estos días. Ni la peor de las caras de la guerra, ni el último precedente de contagio masivo a escala global, frenaron al deporte como este Covid-19.

Acaso por eso así de rápido lo hemos asimilado. Unos transitan por este limbo viendo repeticiones, otros optamos por abrir el sábado con el subconsciente bien consciente de que deporte no habrá. E, imposible dudarlo ante las curvas de contagios y el cataclismo económico, es lo de menos. Primero las vidas, después también.

                                                                                                                                 

                                                                                                                                      Twitter/albertolati

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