Quien se transforma a sí mismo, transforma el mundo
Tenzin Gyatso, 14° Dalai Lama

Todos queremos dejar en el mundo nuestro legado. Es parte de la naturaleza humana, como lo es interpretarlo todo a través de esas historias con las que queremos imprimir nuestra huella, que nos dan identidad, sentido de vida, pertenencia, motivos y justificaciones.

Nuestras historias y la forma de contarlas, como individuos y como pueblos, provienen sin duda de nuestros antepasados. Han sido contadas para convertirnos en seres relevantes, dignos de admiración y emulación, porque nos sirven para darle significado a la existencia, cuyo núcleo es la trascendencia.

Todos, además, hemos sido educados en la familia, la comunidad, la sociedad y el mundo, en general, para creer en nuestras historias como si fueran la verdad absoluta. De ahí que seamos tan intolerantes ante la diferencia. “Si yo tengo la verdad, evidentemente tú estás equivocado”. En esta tesitura amamos la guerra, los relatos de sobrevivencia y superación frente a las adversidades y los enemigos.
La confrontación está en el centro de nuestras historias. Hacemos de la vida una competencia y de ganar la única manera de trascender. Perdemos la tranquilidad, nos estresamos y transcurrimos nuestras vidas en “modo defensa”.

Hasta que llega un día, para algunos, porque desafortunadamente la mayoría se consume en batallas pírricas, en que nos damos cuenta de que nuestras historias, las de nuestros padres y los padres de sus padres, son puros cuentos y que los cuentos siempre se pueden contar de otras maneras. Nuestras verdades siempre lo son a medias.

Este es el día en que un ser humano comienza realmente a ser él mismo, a descubrirse, a reconstruirse, desde las historias que quiere hacer realidad, y no desde las realidades que otros le impusieron con cuentos ajenos.

Así como la forma de contarnos las historias nos hace felices o infelices, igualmente nos limita o nos libera. Si nuestras historias están dirigidas a darle fuerza a las ideas de que “la vida es dura y está llena de sacrificios y penalidades”, y nos resignamos a vivirlo así, algo anda muy mal, cultural, familiar y personalmente, porque estamos inmersos en la “mente acorralada”. Lo mismo si pensamos que lo más importante en esta vida es resolver la cuestión económica dentro de un esquema de infinita espiral consumista, y en eso estamos casi todos atrapados.

Las paredes del corral de nuestra mente están hechas de historias contadas por otros, en las que tenemos que reivindicar cada ofensa, personal o social, haciendo daño a nuestros semejantes. Luego nos preguntamos por qué la violencia está como está.

“Nunca se puede obtener la paz en el mundo exterior hasta que no estemos en paz con nosotros mismos”, dice el Dalai Lama. La paz, añade, no es ausencia de conflictos, sino su solución a través del diálogo, la educación y el conocimiento.

Sin paz con nosotros mismos, perdemos lo único que nos puede ayudar a sobrevivir como especie: la compasión y, por tanto, la capacidad de hacer lo que realmente venimos a hacer al mundo: ayudar a otros para ser uno con ellos.

Cambiar nuestras historias para cambiar nuestra realidad es una responsabilidad estrictamente personal. Vivimos a través de ellas limitados a nuestras condiciones materiales, correteando eternamente la chuleta, o nos liberamos de nuestros apegos y descubrimos qué hay más allá de lo evidente, de la pequeñez con que aprendimos a juzgar y a amar, de los “no voy a poder”.

Hay dos pasos imprescindibles para cambiar una historia limitante por otra liberadora: hay que romper las cadenas que nos impone el destino de nuestros padres, es decir, no debemos repetirlo, por bueno que haya sido. Después, es necesario entender que nuestra historia tiene que satisfacernos a nosotros, a nadie más. No hay que contarla en las redes sociales, porque mientras más lo hacemos, más construimos una persona que no somos y que, por eso, nunca termina de gustarnos.

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