Desde 2017 ha cobrado auge en gran parte del mundo un movimiento contra el acoso sexual y la violencia contra las mujeres. El reclamo identificado con el “MeToo” (o yo también) ha trascendido fronteras y ha impactado en la discusión pública sobre las relaciones entre mujeres y hombres. Particularmente, nos ha permitido como sociedades visibilizar una problemática histórica y global, que lamentablemente se encontraba normalizada.

 

En nuestro país, el repudio y la denuncia de los casos de acoso emergió con especial ímpetu en los ámbitos universitarios. Dentro de estos, me refiero al caso de la UNAM, en donde se ha dado una movilización estudiantil respetable y justificada, que ha obligado a las autoridades a tratar con seriedad el problema de la violencia de género. Gracias a la presión de este movimiento estudiantil, el combate a este flagelo se ha ido colocando entre los primeros puntos de la agenda universitaria, superando una situación de apatía, desinterés o incluso grave complicidad de autoridades. Como sucede en las universidades de todo el mundo, en diversos planteles universitarios se ha recurrido al paro de labores como medio de protesta, una acción que siempre causa polémica y que sin duda no es recomendable por sus costos negativos, pero que a final de cuentas es una vía con la que cuentan los y las estudiantes cuando la autoridad no responde a sus demandas.

 

Sin embargo, lo que ha sucedido en los últimos días es un tema completamente distinto.

 

Aprovechándose del contexto, grupos de encapuchados, organizados como auténticos “comandos”, de manera furtiva o haciendo uso de la violencia han pretendido tomar instalaciones de todas las escuelas universitarias a espaldas de estudiantes y profesores. Como sucedió en la Facultad de Derecho, una veintena de personas embozadas, tanto hombres como mujeres, han pretendido ocupar las instalaciones y colocar cadenas para impedir el acceso. Al no conseguir su propósito, por la respuesta oportuna de la comunidad, han realizado pintas y destrozos al patrimonio universitario, así como agresiones a maestros.

 

No tenemos dudas de que estos grupos de asalto han sido dirigidos y son respaldados por instancias externas a la UNAM. Se trata de personajes que actualmente están en el gobierno y que, enmascarándose en la legítima protesta estudiantil, buscan azuzar y desestabilizar a la Máxima Casa de Estudios para servir sus intereses aviesos. Su intención es clara: quieren la caída del Rector Enrique Graue, un hombre honesto y de principios universitarios sólidos, cuya autoridad moral se sustenta en su no pertenencia a ningún grupo político.

 

En el actual gobierno hay muchos interesados en controlar a la UNAM. Son personajes fáciles de identificar, tienen lazos históricos con la institución, particularmente por sus antecedentes de activismo y protagonismo en antiguas huelgas. Ahora que se han hecho del poder, buscan conquistar la universidad imponiendo en la rectoría a un incondicional, que en buena medida se piensa es del sexo femenino, sin importarles el desprestigio que para la institución supone esta situación de violencia promovida desde el exterior.

 

Indudablemente, el acoso y las demás problemáticas relacionadas con la violencia de género en la Universidad deben combatirse y erradicarse. Esta es una responsabilidad que debe seguir atendiendo la autoridad universitaria, llamando al diálogo para la solución de demandas estudiantiles legítimas. Sin embargo, otra cosa son estos grupos externos que quieren aprovecharse de la situación pretendiendo incendiar la institución. Es el momento de que el Presidente de la República tome cartas en el asunto, para exigir a sus colaboradores que saquen las manos de la UNAM.

 

El autor es Presidente del Tribunal Universitario de la UNAM y Decano de la Facultad de Derecho.

Twitter: @EduardoLpezBet1

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