Ni el sexo ni las armas ni las drogas. Tampoco la codicia. El negocio más lucrativo desde la noche de los tiempos es sin duda el miedo, una emoción tan primaria como universal. A menudo irracional, a veces necesaria -porque sirve para sobrevivir-, por momentos contagiosa e infrenable, por ejemplo durante las guerras o cuando acechan las epidemias.

De la psicosis reinante por el coronavirus sacan partido en primer lugar los buitres de la industria farmacéutica. Batas impermeables, trajes de esterilización desechable, filtros de respiración, gorros quirúrgicos, lentes protectores, botas resistentes a los fluidos, sin olvidar las máscaras médicas -todas estas, prendas del kit especial para evitar contagios son el must del momento. ¿El precio? El precio lo pone el miedo, y este no tiene precio. Ha llegado el momento para que los vendedores de las mascarillas bucales antivirus, de esas desechables de papel, para el gran público, hagan su agosto. En algunas partes del mundo cuestan hasta 600% más que hace unas semanas. En muchas farmacias de París ya se agotaron, a lo largo y ancho del barrio chino no las encuentra uno ni en los sueños. Tal vez alguien las almacena en algún lugar secreto esperando que suban las acciones del miedo. Aparecerán en el mercado con cifras diferentes en las etiquetas.

Lo peor de todo es que estos accesorios, a precio de oro (las llamadas mascarillas quirúrgicas) prácticamente carecen de utilidad. Su poder protector se acaba en el momento en que se llenan de humedad procedente de nuestros pulmones, es decir, en unos 15 ó 20 minutos, nos advierten los expertos en enfermedades infecciosas. Habría que cambiarlas decenas de veces al día para que sean efectivas contra las enfermedades respiratorias. Realmente no sirven para filtrar el aire. De todos modos, insisten los especialistas, la mayoría de los contagios se producen de manera indirecta, mediante el tacto o las superficies, y no directa (a través de la tos o los estornudos). En fin, cuidado con comprar una seguridad ilusoria.

Hasta aquí el boletín sanitario. Ahora le quiero compartir, querido lector, mis observaciones de la calle parisina, muy ligadas con el tema. En los transportes públicos retumban gritos: “¡Lárgate, sucio chino! Me vas a infectar. ¡Regrésate a su país!”. No se dirigen forzosamente a los chinos. Toda la comunidad de origen asiático se ha vuelto objeto de insultos racistas. En estos días he ido varias veces al distrito 13 de la capital gala, el Chinatown de París. Los restaurantes y negocios lucen semidesérticos. Muchos han cerrado por tiempo indefinido. Junto con el coranavirus se expande una ola de sentimiento antiasiático, otro efecto odioso del miedo y del alarmismo. La campaña creada por los chinos de Francia con el hashtag #NoSoyUnVirus, denuncia situaciones como la expulsión del tren de personas con rasgos asiáticos por ser potenciales portadores, la cancelación de clases en colegios que cuentan con apenas tres alumnos de origen chino o las súplicas ruidosas en la vía pública de los padres a sus retoños para que no se les ocurra jugar con “los amarillos”.

Un diario local galo no titubeó en publicar en su portada el encabezado “Alerta Amarilla” con una foto de una mujer china con una mascarilla protectora. Así se alienta abiertamente el virus del racismo antichino.

Esto está pasando en Francia, la patria de la libertad, igualdad, fraternidad y de los derechos humanos. Y también el país con la mayor comunidad china de Europa (más de 700 mil personas).