Héctor Zagal
 

Héctor Zagal
Profesor investigador de la Universidad Panamericana
SNI II
@hzagal

¿Sabían que el nombre oficial del zócalo capitalino es “Plaza de la Constitución”? No por la Constitución de 1917, sino por la Constitución de Cádiz de 1812, promulgada por las Cortes Españolas. Traigo a cuento el detalle, porque este 5 de febrero se celebra el aniversario de la constitución que actualmente nos rige. Se trata de una celebración cívica de poco arraigo popular.

Esta falta de arraigo popular no es anecdótica. Tristemente, en nuestro país las leyes no se viven cotidianamente. No somos un pueblo donde reine el estado de Derecho. Ayer, por ejemplo, tuve oportunidad de pasear por el centro de la ciudad de México. Los “diablitos” de los puestos ambulantes roban energía eléctrica impunemente, sin que nadie se atreva a hacer algo al respecto. En casa esquina, uno se topa con mercancía pirata, que viola flagrantemente derechos de autor, patentes y marcas registradas. En las calles, los motociclistas también hacen lo que les pega en gana, saltándose una y otra vez el reglamento de tránsito.

Hace poco, conversando con un grupo de estudiantes les dije que, mientras el comercio de drogas no fuese legal en México, cuando una persona las consume está siendo cómplice del narcotráfico. Me respondieron que era un exagerado. No conseguí convencerlos de que el poder del narco procede de los consumidores.

Les contaré una historia:

Un avión que transporta niños británicos cae una isla desierta. Los adultos mueren y los niños, todos varones, deben sobrevivir usando su ingenio. Los niños se agrupan en torno a los dos mayores, Ralph y Jack. En la isla, hay dos necesidades, una urgente, comer; y otra de largo plazo, mantener encendida una hoguera para atraer la atención de algún barco que los rescate. Los gruesos lentes del inteligente Piggy son la herramienta para encenderlo. El apodo le viene de su gordura, motivo por el cual se mofan constantemente de él.

De una manera civilizada, se dividen el trabajo. Jack y los niños más aguerridos se dan a la tarea de cazar jabalíes. Ralph, ayudado por “Piggy” y los más pequeños, tienen a su cargo la hoguera. El fuego es necesario para cocinar la carne y para ser rescatados. Los niños se organizan y discuten los asuntos de su pequeña comunidad. Una de las reglas que acuerdan, niños al fin, es que para hablar en la asamblea hay que tener en la mano una hermosa caracola, que hallaron en la playa. Poco a poco, la convivencia se deteriora. Surge una rivalidad entre Ralph y Jack. La historia termina en una refriega sangrienta, en la que queman parte de la isla, comprometiendo su sobreviviencia. El punto de inflexión se da cuando los chicos ignoran a Piggy en la asamblea, a pesar de que el niño tiene la caracola en la mano. Piggy insiste en que, de acuerdo con las reglas, él tiene el uso de la palabra. Pero el pacto se ha roto y otro niño mata a Piggy.

Se trata de la novela El Señor de las moscas, escrita por William Golding y publicada en 1954. Hay numerosas referencias al libro en la cultura pop: en manga, series de televisión, videos juegos, incluso en el Heavy Metal. “I just want to feel like we’re strong/ We don’t need a code of morality”, died Iron Maiden en “Lord of the flies”.

Piggy tenía razón. Las normas, las reglas, las leyes son lo único que los niños tenían. Sin normas, no se puede sobrevivir. Necesitamos de los demás para desplegar nuestra existencia de una manera plena.

México, me duele decirlo, lleva 200 años de incumplimiento generalizado de las leyes. Nosotros mismos hemos construido nuestro propio infierno. Este país, en efecto, esa alumbrado con “diablitos”.

LEG

Profesor de la Facultad de Filosofía en la Universidad Panamericana