Tengo los ojos llorosos. No, no es por la tristeza, bueno, un poco. Es el efecto de las continuas cargas de gas lacrimógeno al que recurrió desmedidamente la Policía antidisturbios para dispersar a grupos de bomberos que, con sus cascos y trajes ignífugos, protestaban por la falta de medios y salarios dignos. Me tocó presenciar este espectáculo desolador hace unas horas en la parisina Plaza de la Nación, convertida en un gigantesco campo de batalla. Es como si se agarraran a golpes primos y hermanos. Escenas lamentables de choques entre dos grandes cuerpos de agentes del Estado galo, acostumbrados a trabajar codo a codo en situaciones de emergencia y que ofrecen la imagen de un país desgarrado, herido, desbordado por la ira.

Aquí no estamos frente a los violentos ecapuchados antisistema, los llamados “black blocs”, expertos en guerrilla urbana, tan omnipresentes en las manifestaciones de los chalecos amarillos.

Aquí los protagonistas en pugna son dos gremios muy respetados por la sociedad francesa, particularmente los bomberos que, no solo combaten las llamas, también se dedican en cuerpo y alma a las misiones de asistencia médico-social.

Presiento que algunos de ustedes, queridos lectores, se preguntarán: ¿y qué tiene que ver esta introducción con el título de la columna? Bueno, resulta que esta misma semana, el próximo viernes, la monárquica y poderosa Gran Bretaña, rival histórico de la también vigorosa -aunque republicana- Francia (a ambas las separa físicamente solo el Canal de la Mancha), abandonará oficialmente la Unión Europea. Ahora sí, no hay vuelta atrás.

Nadie olvida que estos dos gigantes del Viejo Continente llevan mil años enfrascándose en batallas por imponer al resto del mundo su propia cosmovisión. Inglaterra, la patria del liberalismo capitalista, del libre comercio y libre mercado, orgullosa de su City londinense, no ha mirado sino con una mezcla de burla e incredulidad a las calles de París ardiendo durante interminables protestas y huelgas de los “revolucionarios y estatistas” franceses, nunca contentos, arrogantes, violentos, antipáticos.

La flema inglesa no entiende el fuego galo. Pero a la vez admira la sofisticación de la moda y la mesa del vecino continental. Sueña con la ligereza erótica de la mujer francesa, ama la intensa luz de las regiones sureñas de Francia, sus deliciosos quesos, champañas, su impresionismo, “la joie de vivre”, las sublimes pinceladas de Cézanne o Matisse.

Ahí no termina la relación envidia-fascinación-repulsión. Viajemos hacia el pasado. La Guerra de los Cien Años (1337-1453) fue sangrienta, pero le dio la victoria y el poder a la monarquía francesa que logró expulsar de sus tierras a las tropas inglesas. Juana de Arco, la joven campesina francesa que guió al Ejército de su patria contra Inglaterra en dicha contienda sigue recibiendo aplausos, seis siglos después, a ambos lados del Canal de la Mancha. Para la humillante venganza había que esperar hasta 1815, año en que el emperador Napoleón Bonaparte quedó derrotado por los británicos en la batalla de Waterloo, lo que puso fin al Primer Imperio francés.

Ya más recientemente aparecieron las parejas de personalidades tan contrastantes como Churchill y De Gaulle, luego Tony Blair y Chirac (el segundo le dijo no al tándem Blair-Bush Jr., protagonistas de la vergonzosa invasión de Irak en 2003), y ahora toca observar al más intrigante dúo Macron-Johnson.

¿Y qué le pueden temer los británicos una vez consumado el “Brexit”? En primera instancia, que los bancos, aseguradoras y otras empresas de peso abandonen la City de Londres para instalarse en el pulmón parisino de las finanzas, La Défense, más cerca de Bruselas y del resto de la Europa continental.

Posteriormente vendrán otras batallas, combates y enfrentamientos. Eso sí, sin barricadas de fuego ni gases lacrimógenos.