Visto de espaldas, el personaje de elegante saco a cuadros y mascada morada podía lucir como una obra de arte más.

En medio de las espectaculares creaciones que dan la bienvenida al Museo Soumaya en la Ciudad de México, Kobe Bryant se paraba ante alguna escultura o pintura. Su posición tan impecable como cómoda, sus movimientos estéticos y rítmicos, su porte y silueta, su estatura muy elevada aunque no a grados desproporcionados como en algunos de sus colegas, parecían esculpidos por el mismísimo Auguste Rodin ante cuya Puerta del Infierno el ex basquetbolista se paseaba.

Giró al escuchar su nombre. Comenzamos uno de esos privilegiados diálogos en los que la personalidad no se siente intimidada por un micrófono u obligada a comportarse de cierta forma al exponerse a la opinión pública. Charla informal en la que por no profundizarse en nada se alude a todo.

Hora antes en el Auditorio Nacional, mientras se sucedían las conferencias del evento para los becarios de la Fundación Telmex-Telcel, fui testigo del rostro de Carles Puyol cuando una persona asomó para informarle que Kobe Bryant preguntaba si podía platicar con él. El defensa saltó incrédulo de semejante humildad como carta de presentación.

Su risa era tan contagiosa como la serenidad de su italianizado acento para hablar español, legado de esa infancia en distintas localidades de la bota itálica con su padre jugando baloncesto en ese país. Años ochenta en los que el AC Milán de Marco Van Basten revolucionaba el futbol y Kobe soñaba con enfundarse ese uniforme.

Un niño tan lujoso en su adaptación a donde viviera (los Bryant se instalarían después en la frontera entre Francia y Suiza), como el nombre que le había sido dado: Kobe en honor a la ciudad japonesa que produce la carne más sofisticada.

Intenté conversar con él sobre sus hazañas y reciente retiro (era septiembre de 2016), pleno en modales redirigió el tema a otros sitios, más atento a lo que yo le contara de cualquier tema, desinteresado en darse importancia, renuente a admitirse como leyenda.

Al fin tocamos su verdadera pasión, su familia. Expandiéndose su sonrisa, platicó sobre sus dos hijas y sobre la tercera que estaba por nacer. Una y otra vez las llamaba principessas.

Muchos querrán imaginarlo por siempre en vuelo hacia la canasta, o en armonioso salto para concretar un tiro de tres, o rutilante recibiendo una medalla olímpica lo mismo que un premio Oscar. Yo quiero aferrarlo a mi memoria así: de espaldas, en el Museo Soumaya, el saco cayendo al punto exacto, su mano cargando la copa de vino con suavidad, sus ojos calmos escudriñando una obra de arte… cuando la mayor obra de arte ahí era él.

Twitter/albertolati

Las opiniones expresadas por los columnistas son independientes y no reflejan necesariamente el punto de vista de 24 HORAS.