Arde Hong Kong, estallan disturbios en París y en Santiago de Chile, se llenan de gas lacrimógeno las calles de países tan dispares como Iraq, Líbano o Sudán. Quienes llevan la voz cantante en estas protestas, inéditas por su forma y magnitud, no son los pobres, sino los jóvenes adeptos a las nuevas tecnologías, con un alto nivel de educación y salarios por encima del promedio nacional.

Por supuesto cada lucha tiene características propias, pero hay un denominador común en ellas: el hartazgo de las clases medias que sienten que se están fragilizando, que piden a gritos la reducción inmediata de las desigualdades sociales y económicas cada vez más insolentes y en esta jungla de la globalización salvaje.

En los países desarrollados la clase media, sobre todo la rural, se da cuenta de que fue engañada, que por culpa de las nuevas tecnologías y las élites urbanas beneficiarias de la globalización se ha empobrecido, y algo peor, perdió toda esperanza de un futuro mejor. Veamos el caso de Francia. Aquí la revuelta de los “chalecos amarillos” (las clases medias empobrecidas de la periferia) logró poner contra las cuerdas a Emmanuel Macron. Escenas recurrentes de guerrilla urbana, barricadas de fuego, coches quemados, negocios destrozados; de pronto la violencia se hizo legítima e indispensable para darle visibilidad al movimiento.

Y dio sus frutos. Para apagar el incendio amarillo Macron anunció medidas que le costarán al erario público unos 20 mil millones de dólares. Así se compra la paz social -una paz muy frágil-, o lo que es lo mismo, se cierra la tapa de una olla de presión que puede explotar en cualquier momento.

En cuanto a los países emergentes, donde las clases medias se han expandido a un ritmo frenético en los últimos años, la furia nace más bien de la imposibilidad de ascender socialmente, del miedo al estancamiento. Se centra en la corrupción del poder y su prima hermana, la impunidad. ¿Los culpables? Siempre las élites, los especuladores financieros y empresas trasnacionales que se llenan los bolsillos a costa precisamente de la middle class, la primera impulsora del consumo masivo y del crecimiento del PIB, cuyos motores hoy se están resfriando.

La ira de la calle se traduce a menudo en transformaciones políticas radicales. En Sudán, luego de 30 años en el poder, quedó derrocado el dictador Omar al-Bashir. En Beirut se vio obligado a dimitir el primer ministro de Líbano, el multimillonario Saad Hariri. En Chile Sebastián Piñera cambió a su gabinete ministerial con la popularidad por los suelos.

Desgraciadamente ha habido víctimas. En Irak las protestas han dejado al menos 300 muertos y 15 mil heridos. En Chile, el número de fallecidos asciende a 23.

El macabro recuento sigue su curso en Francia. Durante un año en las manifestaciones de los chalecos amarillos perdieron la vida 11 personas, otras 4 mil 400 resultaron heridas. El malestar social está lejos de aplacarse en el país galo, sumergido en un clima de incertidumbre y tensión.