Alonso Tamez

En el libro “Cómo ser un dictador: El culto a la personalidad en el siglo XX” (Bloomsbury, 2019), del historiador neerlandés Frank Dikötter, se abordan el peso, las tácticas y los errores en materia de propaganda, de algunos de los tiranos más sangrientos.

 

El perfil de Mussolini es particularmente interesante. El fascista, según el autor, “se consideraba el mejor actor de Italia”, y era, cuando menos hasta antes de la Segunda Guerra Mundial, un maestro de la autopromoción, la distracción, y el ilusionismo.

 

Por ejemplo, según Dikötter, la maquinaria propagandística del Duce difundía entre la población que el dictador casi no dormía de tanto trabajar, por lo que se dejaban encendidas las luces de su despacho en el Palazzo Venezia, en el centro de Roma.

 

Asimismo, se reescribía la historia de su infancia para proyectarlo como un semidiós. Una de las muchas biografías que el gobierno financió fue “La vida de Benito Mussolini” (1925), escrita por Margherita Sarfatti, una de sus amantes. Esta decía que “(cuando nació), el sol había entrado en la constelación de Leo ocho días antes”, y que desde chico estaba destinado a “la admiración y la devoción de todo lo que le rodea”.

 

No obstante, la tesis de Dikötter sobre el dictador predappiesi fue que cayó, en buena medida, por dos cosas: la concentración de todas las decisiones importantes en su persona, y el haberse rodeado de puros aduladores que no le decían la verdad.

 

Para 1933, Mussolini no solo era jefe de gobierno, sino que también se había autonombrado Ministro de Exteriores; del Interior; de Guerra; de Marina; y de la Fuerza Aérea. Y nadie, ni el Rey Víctor Emmanuel III, podía detenerlo o criticarlo.

 

Sobre los lambiscones, el autor recuerda al más notorio: Achille Starace, secretario del Partido Nacional Fascista entre los cruciales años de 1931 y 1939 (y quien terminó colgado en la Piazzale Loreto de Milán junto al cadáver del dictador, en 1945).

Conocido por su fe ciega y su promoción del mito del Duce, Starace era solo la cara más visible de toda una estructura política y burocrática de aduladores que, como apunta Dikötter, por años “le mintieron (a Mussolini), tanto como él les mintió a ellos”.

 

Cuando un político controla todo, sus subordinados le mienten en automático, ya que el único responsable de los grandes errores suele ser el controlador. La moraleja, fundamental en 1933 o en 2019, es que nadie debe ser tan poderoso como para decidirlo todo, ni tan estúpido como para creer que los rehenes hablan con la verdad.

 

@AlonsoTamez

 

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