Todos los problemas emocionales están en nuestra mente
Rafael Santandreu

Cuando hablamos de codependencia afectiva, lo común es pensar que se tiene exclusivamente respecto de otras personas, pero no es así. A final de cuentas, lo que pretendemos de los demás no es exactamente a ellos tal cual son, sino lo que puedan proporcionarnos para subsanar nuestras carencias de amor, pertenencia, atención, reconocimiento, etc, etc.

Cada vez que pensamos o sentimos que nos hace falta algo que no podemos proporcionarnos nosotros mismos, en lo que a nuestras necesidades emocionales respecta, estamos poniéndonos a merced no solo de personas, sino también de situaciones, circunstancias y cosas que no están bajo nuestro control.

Y es así que para todos nosotros existen requisitos personales y sociales, según nuestra cultura y subcultura, para obtener el estatus que nos granjeará los bienes materiales, las características corporales, las posiciones económicas y/o de poder que los demás exigen para estar en disposición de darnos lo que creemos necesitar.

Y viceversa. Es decir, nosotros exigimos en los demás determinado tipo de condiciones para aceptarlos, amarlos, reconocerlos, etc.

El que se considere más necesitado en la pareja o el grupo será el más débil, y por tanto el que más abuso y maltrato sufra, porque una relación basada en la expectativa de que el otro satisfaga mis necesidades será siempre un fracaso, y la reacción no podrá ser otra que la frustración, el reclamo y la agresión, activa (del victimario o dominante) o pasiva (de la víctima o dominado).

Dependemos, entonces, de, por ejemplo, tener dinero, un automóvil, un cuerpo esbelto y torneado, ropa de moda, logros sociales, estudios, trabajo, etc, como monedas para el intercambio emocional en las relaciones en general.

En la sociedad actual, debido a la vacuidad y la premura con que vivimos, confundimos nuestros deseos con necesidades y las necesidades con carencias. Estas últimas son las que nos producen gran ansiedad y angustia. Su satisfacción es el objetivo primordial de nuestro subconsciente, el verdadero conductor de nuestras vidas.

Mientras más creemos necesitar más sufrimos. Decía el reconocido economista e intelectual Ernst Friedrich Schumacher, que “el fomento y la expansión de las necesidades es la antítesis de la sabiduría. Es también la antítesis de la libertad y de la paz. Todo incremento en las necesidades tiende a incrementar la dependencia de las fuerzas exteriores sobre las cuales uno no puede ejercer ningún control y, por lo tanto, aumenta el temor existencial. Sólo reduciendo las necesidades puede uno lograr una reducción genuina de las tensiones, que son la causa última de la contienda y de la guerra”.

Ciertamente, hoy en día ya no se puede vivir sin dinero como no se puede vivir sin amor, pero así como rico es el que necesita menos dinero, poderoso es el que necesita menos amor.

El incremento de nuestras necesidades está íntimamente relacionado con el miedo a no satisfacerlas. De ahí que en el mundo moderno el miedo se traduzca en pensamientos de escasez (no hay bastante para todos), de desamor (no soy suficiente) y de inseguridad (estoy indefenso), entre otros.

Cuando pensamos y, por tanto, vibramos en esta frecuencia, las cosas buenas se alejan, porque lo que no está en la mente no está en la experiencia. Y comenzamos a creer, como si fuera verdad, que las cosas no están bien y van a empeorar, que ya no vale la pena esforzarse y otras ideas desalentadoras, que nos invitan a dejarnos vencer por el desánimo.

Bueno, pues también somos dependientes emocionalmente de esta forma de pensar. Cualquier otra que desmienta la tragedia de nuestras vidas será combatida por una retahíla de peros de la que apenas seremos conscientes.

Si alguien nos “mueve el tapete” con su optimismo, entraremos en pánico. Solo aceptamos aquello que refuerza nuestra idea de que la vida es dura y sufrida, y nos relacionamos con personas que piensen y sientan igual.

Todo está, pues, en nuestra mente.

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