Era muy de aquellos viejos regímenes priistas el lanzar campañas publicitarias de amenaza a los contribuyentes para que pagaran sus impuestos, incluso con la advertencia de mandar a la cárcel a los evasores.

En la televisión se veía la reja de una celda cerrándose de un golpe para encerrar a un evasor fiscal. Mientras tanto, hermano incómodo hacía de las suyas desde la parte más alta del poder.

Otros anuncios en horario estelar de plano les advertían a los ciudadanos que era mejor estar bien con Lolita para no tener problemas con Dolores. En fin, el terrorismo fiscal en pleno.

Pero del otro lado, estos Gobiernos eran corruptos. Para los abusivos del poder y de los recursos públicos siempre había espacio para la impunidad. Era el doble rasero de la gracia de la discrecionalidad para el cómplice en el poder y el garrote fiscal a secas para los ciudadanos.

En el reciclaje de las viejas formas del poder vienen de vuelta las herramientas del terrorismo fiscal para presionar a los contribuyentes, a la par que a personajes como Manuel Bartlett, de quien hay sospechas documentadas de presuntos actos de corrupción, no se les toca ni con el pétalo de una investigación.

Es un hecho que hay que detener cualquier acto de defraudación fiscal. En especial porque éstos se dan entre los grandes contribuyentes. Pero dotar de herramientas hasta penales y con implicaciones de delincuencia organizada para la persecución tributaria puede resultar en la aplicación de sanciones de manera discrecional, incluso por motivos no fiscales.

Y como en los viejos tiempos, el Gobierno federal empuña el garrote del castigo a los evasores, mientras que deja que los supuestos impolutos funcionarios de la 4T violen las leyes, simplemente porque ellos se sienten diferentes.

Es como el Gobierno de la Ciudad de México que, tal como lo hacían los peores regímenes autoritarios, difunde imágenes de ciudadanos a los que exhibe públicamente limpiando chicles en las calles, como parte de sus trabajos forzados por las “fotocívicas”, mientras el gobierno capitalino tiene a esta ciudad en el caos de la inseguridad, la anarquía de los bloqueos y la ineficiencia, y sin castigo alguno para los funcionarios ineptos. Son dos medidas que sólo muestran quién tiene el poder.

Está claro que el Gobierno federal está urgido de recursos para cumplir con todos sus compromisos de gasto asistencialista. No hay manera de regalar dinero, sin endeudarse, si no se escarba en los bolsillos de los contribuyentes.

La mejor manera de limitar la defraudación fiscal es cerrando las avenidas enormes que tiene el sistema tributario mexicano. Es complejo y poco funcional. Simplemente, las tasas diferenciadas del impuesto al consumo han permitido enormes canales para evadir impuestos.

Criminalizar lo mismo a quien dolosamente trafica con facturas falsas, que a quien pueda cometer una omisión en sus declaraciones es una forma de control desde el poder hacia la ciudadanía.

Desconcierta un Gobierno que prometió un combate total a la corrupción de un espaldarazo a quien acumula elementos suficientes para ser investigado. Pero francamente preocupa que se hagan de herramientas de represalia fiscal que podrían usar de manera discrecional.