Aunque se empeñe en incrementar su listado de controversias, Serena Williams no conseguirá, ni remotamente, que sea tan amplio como el de sus éxitos y hazañas.

Con diferencia, hablamos de la mejor tenista que haya existido. La más dominante, la que ha alargado por más tiempo su hegemonía, la que ha sido superior no sólo a las mejores raquetistas de su generación, sino, por su longevidad, a las de la siguiente. Sus 23 títulos de Grand Slam (más que nadie en la era Open) espléndidamente repartidos entre los cuatro torneos (lo que describe lo completa y polivalente que es), más sus cuatro medallas de oro olímpicas, más sus 319 semanas en el número uno, dicen incluso menos que algunos de esos sets en los que pasó como tráiler por encima de quien se suponía o intuía próxima a su nivel.

Luego está la otra Serena, exigiendo en un berrinche que Dominic Thiem le cediera la sala de conferencias tras perder en el reciente Roland Garros. O en la final del US Open 2018, lejos de admitir la sorpresiva debacle a manos de la joven Naomi Osaka, montar un teatrito peleando con el juez y luego atribuir su castigo a que es mujer (como si su rival no lo fuera y como si ese mismo umpire no hubiese tenido antes severos altercados con algunos de los más importantes tenistas varoniles: Rafa Nadal, Novak Djokovic, Andy Murray). Esto sólo por recuperar los dos escándalos más recientes.

Desde su primera infancia, Serena fue fabricada como máquina perfecta por su padre. Consciente de que sus hijas se enfrentarían a un deporte en el que la comunidad afroamericana había tenido menor penetración y aceptación, Richard Williams contrataba a niños blancos para que gritaran insultos raciales a sus descendientes.

Más allá de las acusaciones a su padre de exigencia desmedida, rayana en el abuso de los derechos de un niño, el resultado es evidente desde dos décadas atrás: en 1999 Serena conquistó ya dos Grand Slams.

Lo ideal es que los más brillantes deportistas sean tan ejemplares en acción como fuera de ella. En todo caso, son personas y, por mucho que hayan ganado o acaso precisamente por tanto haber ganado, no siempre saben lidiar con la frustración.

Ver a Serena con casi 38 años otra vez en semifinales de Wimbledon no sólo es emocionante o ejemplar, sino épico. Busca su primer título grande desde que tuvo a su hijo e, imposible dudarlo, más pronto que tarde lo obtendrá.

No es que sea de esperarse su Grand Slam 24, con el que igualará a Margaret Court en la cúspide. Es que, conociendo su fortaleza mental y física, si alguien va a apostar, le recomendaría hacerlo porque pasará del trofeo 24.

Twitter/albertolati

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