Había transcurrido ya la mitad del día. Las primeras cifras de las encuestas de salida revelaban que la victoria de Andrés Manuel López Obrador era inminente y que esa jornada, la del 1 de julio de 2018, marcaría un momento único en la historia de nuestro país. José Antonio Meade sabía que tenía que estar a la altura de las circunstancias.

Finalizada una comida entre amigos y familiares en casa de su padre, Dionisio Meade, el candidato decidió trasladarse a la sede nacional del PRI, en donde lo esperaba parte de su equipo de trabajo y un grupo de encuestadores encabezados por Rolando Ocampo, que recibía, minuto a minuto, información proveniente de los estados.

La tarde transcurrió en el primer piso del edificio principal del partido tricolor, en las oficinas que alguna vez ocupara Luis Donaldo Colosio y que Meade, por prudencia, nunca quiso hacer suyas. Desde las cinco de la tarde comenzaron a llegar amigos del abanderado como Emilio Gamboa, Aurelio Nuño, José Antonio González Anaya, Vanessa Rubio, Alejandra Sota, Antonio Rojas, Emilio Fueyo, Emilio Suárez, Arturo Téllez, Alejandro Cossío y su inseparable compañera y esposa, Juana Cuevas.

El ambiente que se vivía en ese legendario lugar era contradictorio. Por un lado, se sentía la satisfacción de culminar una campaña que, si bien en el camino encontró dificultades en su operación, creció en el tiempo pese a lo adverso de las condiciones. Por otro lado, se percibía una profunda preocupación por lo que deparaba al país, sentimiento que hoy se ha transformado en angustia por lo acontecido en este último año.

Las decisiones que ahí se tomaran serían trascendentales para la estabilidad del país, y el candidato lo sabía. Los simpatizantes del tricolor, los que no habían dado un giro hacia Morena, arribaban a la explanada de ese partido. Una carpa destinada a la prensa había sido montada en el estacionamiento de ese lugar, y cientos de periodistas esperaban las noticias que llegarían a las ocho de la noche.

El debate entre los colaboradores se abrió. Quienes pensaban que el candidato debía esperar a las 11 de la noche para dirigir su primer mensaje optaban por hacer uso del Auditorio Plutarco Elías Calles, en donde miles de simpatizantes se dieron cita. Quienes preferían que Meade saliese de inmediato, minutos después de las ocho de la noche, señalaban que el acto debía ser en la carpa donde se encontraban los medios de comunicación.

El candidato tenía claro que su decisión de reconocer los resultados sin dilación, una vez cerradas las casillas, daría la certeza que el país necesitaba en esos momentos, generaría calma en los mercados y devolvería a los políticos el control del proceso, por encima del árbitro, quien se convertiría en un actor más y no en el centro de la contienda.

El discurso estaba listo, los resultados llegaban, se acercaba el fin de la carrera. Rostros que escondían tristeza y preocupación. La decisión había sido tomada.

Segundo tercio. Antes de las ocho de la noche, Meade hizo dos llamadas importantes.

Tercer tercio. A un año de las elecciones, la preocupación es cada vez mayor, la de los mexicanos, pero más la de los mercados.