En 2015, Juan fue asaltado en San Luis Potosí mientras viajaba en la Bestia, el tren por el que han transitado miles de migrantes en los últimos años.

 

Durante el forcejeo, cayó del vagón y la fuerza de atracción rebanó sus dos piernas. Logró arrastrarse para no morir. Antes de desangrarse por completo lo encontraron, lo llevaron a un dispensario y sobrevivió. Cinco años después me lo encontré en la casa del migrante llevada por Cáritas en esa misma ciudad. Trabajaba en la portería del albergue y vendía pulseras hechas por él mismo para mantenerse.

Cuando conocí a Patricio llevaba nueve intentos de cruzar la frontera; había pasado por estafas, maltratos policiales, engaños de coyotes, deportaciones violentas. No concebía otra forma de salir adelante más que fuera de su país; quedarse en El Salvador era sinónimo de fracaso. Tenía cinco hijos y quería darles lo mejor.

Recuerdo muy bien a David, un joven de 16 años que venía de Honduras; quería alcanzar a su padre que había emigrado hace unos años y sabían muy poco de él. Se notaba terror en su mirada. Le costó abandonar a su mamá, a sus dos hermanas y a su abuela, pero él no veía otra opción.

Nadia estaba abatida; era viuda y había perdido a su hijo pequeño en el viaje anterior mientras intentó cruzar la frontera. Esta mujer, inmigrante de Nicaragua, había sido abusada, golpeada y estafada durante el viaje. Sin embargo, cruzar la frontera era, según ella, la única opción para dar a sus otros dos hijos un futuro.

Todo cambia cuando nos acercamos a ver el rostro del drama en que viven millones de seres humanos que optan por la migración como su última solución a sus insufribles situaciones.

En los últimos seis meses, el flujo de personas indocumentadas aumentó en 232%: de 138 mil en todo 2018, a 460 mil en lo que va de 2019. Detrás de las negociaciones y discusiones sobre el tema de la migración existen interminables historias cargadas de un drama que no podemos ignorar.

El papa Francisco ha pedido acoger, acompañar e integrar. No hay soluciones automáticas. Es un problema complejo, pero empieza a cambiar cuando crecemos en humanidad, en empatía. La compasión toca la fibra más sensible de nuestra humanidad.

No hay futuro más que caminando juntos como miembros de una misma realidad, compleja, dramática, siendo solidarios y corresponsables. Es necesario colaborar con las iniciativas que permitan encontrar un camino de mayor seguridad y protección de los derechos humanos de quienes emigran, hacer pequeñas acciones de sensibilización ante estas personas y cambiar la forma en que nos referimos a ellas.

Existe el derecho esencial a buscar un mejor destino para sacar adelante a las familias, a sobreponerse a entornos hostiles. Lo que es una tragedia personal, familiar y comunitaria nos apremia a abordar el problema, sí, desde sus efectos económicos, desde las crisis que se están generando en las fronteras y en las relaciones entre los países, pero también y sobre todo desde sus causas más profundas.

*Directora de Comunicación Social de la Arquidiócesis Primada de México.