Atrévanse a conjugar a una leyenda en pasado. Atrévanse a ver en su incipiente calvicie rastros de decrepitud. Atrévanse y perderán.

Acaso eso es lo primero que distingue a las criaturas divinas de las terrenales: su capacidad para refutar la temporalidad, el resurgir como eterna posibilidad, esa pócima mágica que les permite volver tan fuertes y poderosos, tan veloces y talentosos, tan elegantes y enjundiosos como antaño.

Diez años atrás, Tiger debió renunciar al apodo felino para transformarse, ya sin súper poderes, en otro Eldrick Woods más del directorio telefónico.

 

El niño prodigio del golf, el fenómeno de la mercadotecnia, el American Dream que mezcla sangre asiática, africana, indígena y europea, tenía ya como única ruta a la gloria el mostrar a sus hijos viejos videos: ese fui yo, eso logré hacer, les prometo que eso pasó, fue en otra vida.

Como las deidades de mitología, Woods exhibió su debilidad. Presa de todo tipo de excesos, se falló a sí mismo y dejó de corresponder al cartel de perfección que desde la infancia se le había asignado. Aquella sonrisa, sólo tan impecable como su swing, se desvaneció, y con ella su maestría.

Muchos pensaron y sugirieron que lo mejor era la retirada. Que si no era para jugar como alguna vez había jugado, que lo dejara. Que no manchara su legado con esos estropicios. Que prohibido desempeñarse como Clark Kent a quien se aseguró Superman.

Él resistió. Por amor al juego, por amor a su familia, por amor propio, se mantuvo. Finalizó en posiciones indignas de su carrera. Se habituó a que le derrotaran quienes le pedían fotos y agradecían la inspiración. Vio a la nostalgia convertirse en modo de vida. Aunque no claudicó: si de joven hizo de la excelencia su seña personal, como adulto tendría que hacerlo en el inescrutable arte de levantarse.

Su segunda escalada, consumada este domingo con su primer gran título en once años, sería más difícil por añadírsele un rival insospechado: si antes doblegó a todos sus contemporáneos e, incluso en la comparación, a los mejores golfistas de la historia, esta vez tendría que competir con ese que fue.

En su segunda vida, el Tigre ya no oculta emociones ni simula perfección tras la coraza de mercadotecnia. Por eso ha superado al anterior. Porque, trofeos y hazañas al margen, al fin se atreve a vivir como humano, a vibrar y sentir, a admitir vulnerabilidad. Porque más fuerte que el invicto, sólo el que admite el caer como una posibilidad real, el que fue y vino, el que se pudo levantar.

Twitter/albertolati

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