Muchos quisiéramos que de manera resuelta el Gobierno lopezobradorista contribuyera al derrocamiento de Nicolás Maduro en Venezuela, sin caer en el juego de Estados Unidos, el cual es ya francamente injerencista.

La posición mexicana se ha vuelto incómoda en el plano regional: entre Trump y el dictador venezolano. De igual modo se ha vuelto incómoda la posición de AMLO en el interior de su propio partido, donde abundan los que confunden a la cuarta transformación con una especie de cuarta internacional a la manera leninista.

Honestamente, yo no creo que el Presidente mexicano y su canciller guarden afinidades ideológicas profundas con Maduro. Habrá quienes piensen que el envío de un representante a la toma de posesión de Maduro constituyó una prueba irrefutable del respaldo de AMLO al socialismo bolivariano, pero lo cierto es que a la ceremonia acudió un diputado reconocible por su vocinglería.

En diplomacia, la forma es fondo, y en el caso mencionado no se correspondió al gesto previo del venezolano, quien a pesar de todo lanzó vítores airosos a favor de México.

El recurso mexicano para eludir cualquier postura comprometedora ha sido más bien de apego a la llamada Doctrina Estrada. La susodicha doctrina fue enunciada por Genaro Estrada, secretario de Relaciones Exteriores en la década de los 30, y en lo general se refiere a la práctica del reconocimiento de Gobiernos de facto.

“El Gobierno de México no otorga reconocimiento porque considera que esta práctica es denigrante”, señalaba Estrada. Los mexicanos se limitan a mantener o retirar a sus agentes diplomáticos, sin calificar el derecho de las naciones a cambiar o preservar a sus gobernantes.

México, pues, no tomaría partido frente a los cambios políticos internos de otras naciones, y se limitaría a simplemente ver y callar. Ese talante constituyó una fórmula útil para oponerse a los intervencionismos de las potencias en el pasado, pero la verdad es que las mayores hazañas internacionalistas de nuestro país se han hecho dándole la espalda a la Doctrina Estrada.

La diplomacia mexicana, por ejemplo, soterradamente armó a los republicanos españoles durante la guerra civil; ofreció condiciones a los rebeldes cubanos para que triunfara su revolución; cobijó a la izquierda chilena durante el golpe militar de Pinochet y apoyó a los sandinistas durante la guerra en Nicaragua.

Esta vez se decidió desempolvar a la Doctrina Estrada frente al conflicto venezolano. Es una bonita manera de jugar al Tío Lolo y ganar tiempo hasta que la situación vuelva a la normalidad; asimismo es una manera de preservar la cohesión entre los morenistas.

En términos puros, es cierto que se está actuando en concordancia con la tradición doctrinaria, pero también es cierto que se está traicionando la práctica diplomática de colocarse del lado de las causas populares.

Si México se compromete con el no intervencionismo en su versión propositiva, no en su versión insensible, deberá ayudar entonces a contener la embestida diplomática de Washington, a la vez que ofrece soluciones viables a la crisis venezolana.

Esa tarea queda en manos de la Cancillería.