Este fin de semana fui a Tlahuelilpan. Pensé que serían horas en carretera, pero en realidad fue como cruzar la Ciudad de México en un día lluvioso, ya que apenas me hice una hora 30 minutos. La tragedia no estuvo tan lejos de nosotros.

Apenas entrando al municipio vi y escuché que por una de sus avenidas principales un auto se acercaba, traía una enorme bocina en el techo y de ésta salía un anuncio:“Se invita a toda la comunidad a participar en la hora santa y eucaristía que se celebrará a favor de los fallecidos y en recuperación de los heridos de la explosión del ducto de Pemex, que se llevará a cabo el día de hoy, a las seis de la tarde, en el templo nuevo”.

El anuncio no decía si las víctimas de la explosión eran culpables o no, si estuvieron en el lugar incorrecto en la hora incorrecta o no, si se lo merecían o no. La invitación no buscaba señalar, juzgar, ni victimizar; a lo que convocaba era a simplemente tener una hora de solidaridad por quienes no querían morir y fueron sorprendidos por la tragedia, y dedicarles una hora en nuestros pensamientos.

Más tarde llegué hasta el lugar donde fueron los hechos, en una de las orillas del municipio hidalguense. En la zona aún había rastros de la desgracia y al mismo tiempo señales de que unas horas antes ahí hubo vida: trozos de ropa quemada, zapatos, pertenencias… y también extremidades calcinadas y mechones de cabello; sin duda, imágenes perturbadoras que serán difíciles de olvidar.

Fue inevitable pensar a quiénes pertenecieron esas prendas o esos pedazos de vida, tan inevitable como creer que todos los que ahí estuvieron eran personas malas y se lo merecían. Había en el lugar madres exigiendo saber de sus hijos, hermanos con la mirada perdida ya sin ganas de cuestionar el destino de sus seres queridos, lo único que deseaban era que esta pesadilla terminara.

En medio de la suspicacia, algunos familiares reclamaban al Ejército, a la Policía Federal, a Protección Civil del estado que seguramente ellos habían escondido más cuerpos. Había solidaridad, y vecinos se acercaban con cajas llenas de tortas de jamón, bolsas con botellas de agua y unos más con platos de comida para aminorar la espera, que al final resultó medio infructuosa, pues sólo lograron sacar cuatro cuerpos más de una zanja cubierta de tierra.

En el fondo del campo donde hay alfalfa que esperaba ser cosechada por estos días, se puede observar la refinería de Tula, Hidalgo, a donde conectaba el ducto cargado de gasolina Premium que estalló el viernes por la tarde-noche.

Regresé a las calles de Tlahuelilpan más tarde. “El pueblo es sabio”, me dijo la dueña de una fonda que señaló la televisión cuando en un noticiero transmitían las imágenes del Ejército conteniendo el acceso de familiares a la zona del incendio momentos después de ocurrida la tragedia.

Ése que está ahí, entre la gente, que parece que está calmando los ánimos, ése es uno de los líderes huachicoleros de Tlahuelilpan -me contaba la señora-. Se sienten dueños de los ductos, provocan a los jóvenes para que les ayuden a acarrear gasolina y cuando pasan estas desgracias se hacen a un lado. Y le repito: “El pueblo es sabio” porque si vienen a investigar quiénes picaron el ducto, nosotros sabremos decirles perfectamente quiénes fueron.

Salí de Tlahuelilpan por la tarde-noche. Fueron horas en las que no se escuchó otra cosa más que silencio, un profundo silencio que sólo por instantes rompía de nuevo el anuncio “Se invita a toda la comunidad a participar en la hora santa y eucaristía…”.

En el Baúl. Esta semana, el presidente Andrés Manuel López Obrador recorrerá la ruta del ducto Tuxpan-Azcapotzalco, la cual provee a la Ciudad de México de combustible. Ahí, entre quienes vayan a escucharlo, seguramente habrá líderes huachicoleros, lo verán y lo escucharán. Al menos yo espero que exista un mensaje de que la justicia será ejemplar contra quienes provoquen este tipo de desgracias.