Una paradoja como síntoma de ese país de países que es el Reino Unido: si Andy Murray ganaba, era loado como orgullo Brittish; si perdía, era tildado de Bloody Scottish.

Un tenista que parecía no disfrutar del juego, la vida detrás de ese apesadumbrado raquetista siempre tuvo tormenta: con una malformación congénita en la rodilla atendida tardíamente; con el trauma de haber estado en el tiroteo más sangriento en la historia británica, ese 13 de marzo de 1996, cuando un individuo dio muerte a 16 niños y un profesor en el colegio Dumblane, mientras Andy y su hermano Jamie se escondían debajo del escritorio del director; con el linchamiento público desatado en sus inicios, cuando un periodista le preguntó que a quién apoyaba en el Mundial 2006 y Murray respondió que a quien fuera menos a Inglaterra.

Desde entonces, la discriminación le persiguió; que si era indigno de la bandera británica, que si no sería apoyado en Wimbledon, que si jamás debía acudir a Olímpicos o Copa Davis. En realidad, ese Andy que residía en Londres, tenía novia inglesa y al que quedaba cada vez más lejos su acento de Glasgow, había dicho lo mismo que diría cualquier escocés, sin importar su religión o ideología política: que en términos futbolísticos podía apoyar a quien fuera menos a Inglaterra.

En el suntuoso complejo de Wimbledon hay una pequeña colina conocida informalmente como Henman Hill, por ser el punto en el que los miles que no pudieron pagar un boleto siguen en pantallas los partidos y por haber iniciado esa tradición cuando, en los años noventa, Tim Henman era el mejor tenista de las islas británicas. La diferencia es que Henman desciende de una familia de la aristocracia deportiva de Oxford (al menos cuatro de sus antepasados jugaron en Wimbledon), mientras que Murray sólo llegó a una academia de tenis por los inmensos sacrificios de su familia y porque su madre era entrenadora.

Viendo los abucheos iniciales de la Henman Hill hacia Andy, nadie hubiera podido pronosticar a lo que iría esa relación. Sustentada en los resultados, como convenencieramente suele ser en el deporte y en la vida, todo se modificó con los trofeos. En 2012, ese Bloody Scottish se hacía Lovely Brittish al conquistar el oro olímpico en los Olímpicos de Londres, un año más tarde ganaba Wimbledon (primer británico en lograrlo desde Fred Perry en 1936) y dos después se imponía en la Copa Davis (también databa de 1936 la última ensaladera levantada por el Reino Unido). Al mismo tiempo, en el referéndum de 2014 apoyó con un mensaje la independencia escocesa, en 2016 portó la bandera británica en los Juegos de Río y en 2017 fue elevado a Sir por la reina Isabel II.

¿Paradojas? No, si se entiende a ese país de países.

Murray ha dicho que este año se retira porque no puede más con las lesiones. Por si había mínima opción de que recapacitara, su temprana eliminación en el Abierto de Australia parece cerrar el tema: nos quedamos sin el único mortal que se pudo acercar al trío de inmortales compuesto por Federer, Nadal y Djokovic.

Twitter/albertolati

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