De entre la rica variedad de soluciones al problema político, esto es, a la pregunta de cómo organizar a los grupos humanos, dos posturas emergen como puntos de origen, como las raíces de sendos árboles cuyo ramaje se extiende a través de la historia.

La savia de la tradición clásica corre a través de Platón, Aristóteles y los republicanos romanos, con Cicerón y Séneca a la cabeza. El genio clásico centra su respuesta al problema político en la virtud. Sólo aquel que ha sido educado en virtudes puede gobernar. Educación no como enciclopedismo, sino como praxis iluminada por la razón; no mnemotecnia ni oferta à la carte de contenidos sujetos al capricho del alumno-consumidor, sino un proyecto que considera a la persona íntegra, perfeccionándola.

La educación platónica es un proceso arduo que exige abandonar la comodidad de lo conocido para emprender un doloroso ascenso hacia la realidad auténtica, la realidad de la verdad. Praxis en tanto formación de virtudes: fortaleza, templanza, prudencia y justicia -las mismas que el cristianismo renombraría “cardinales”, es decir, virtudes que educan la carne, el apetito, la libido freudiana. Por ello, Aristóteles podrá distinguir entre regímenes buenos, donde se gobierna con el bien del gobernado en mente, y corruptos, donde prima el interés privado, la ambición de la clase gobernante a expensas del bien común. El padre del conservadurismo, Edmund Burke, mantendrá vivo el ideal clásico, afirmando que no existe otra calificación para gobernar que la sabiduría y la virtud.

La modernidad miró con sospecha el idealismo clásico, anteponiendo el realismo antropológico a la utopía del rey-filósofo. Ver a los seres humanos tal cual son, y no como deberían ser, fue la nueva consigna. Así, el príncipe de Maquiavelo no es un dechado de virtudes, sino una criatura híbrida, león y zorro, que sabe hacerse amar y temer, que miente al tiempo que da su palabra. Thomas Hobbes descarta la distinción aristotélica: tiranía no es más que el nombre que doy a una monarquía que me desagrada. Por su parte, James Madison, founding father y cuarto Presidente norteamericano, nos ofrece la doctrina moderna del poder que unificara a las 13 colonias.

La antropología moderna presupone el pluralismo, nota distintiva de la democracia liberal. Al dar libertad al individuo, una sociedad acepta tácitamente la diversidad. La homogeneidad, esto es, exige coacción. El miedo moderno no es el vicio o la corrupción moral, sino la tiranía de la mayoría, la opresión sistemática de una facción mayoritaria sobre la minoría. ¿La solución? Lejos de limitar la libertad, la democracia liberal apuesta por una multiplicación de facciones que entorpezca, probabilísticamente, la empresa de una facción tiránica. La virtud es hecha de lado, adoptándose en su lugar la opción pragmática: que nadie tenga tanto poder como para someter al otro a su voluntad. A la doctrina de facciones en la sociedad civil le corresponde, en el nivel gubernamental, la doctrina de la división de Poderes, pesos y contrapesos. Contraponer la ambición a la ambición, las ansias de poder del Presidente, los legisladores y los jueces, a fin de que ninguno amase poder suficiente como para someter a los otros dos -y al pueblo, por ende- a su voluntad.

Formulemos, pues, la pregunta: ¿hacia cuál estrategia parece virar el navío lopezobradorista? El mensaje de campaña morenista privilegió la solución clásica: una República sin corrupción, liderada por patriotas capaces de renovar moralmente al país a través de la máxima del amor y la paz. Por otro lado, como Gobierno en ciernes, el morenismo ha rechazado enfáticamente la opción moderna. Ejemplos de ello son un senador que amenaza con desaparecer los poderes de las entidades libres y soberanas que no doblen la rodilla ante el Leviatán federal, y un escritor venido a propagandista cuya verborragia y obscenidad revelan la veta autoritaria del movimiento.

El nuevo Gobierno adopta una retórica de virtudes al tiempo que despliega sin tapujos la pobreza cívica de algunos de sus líderes. Así, la retórica se torna hueca; la virtud, mero barniz para guardar apariencias; y el nuevo Gobierno emerge como un poder descomunal que amenaza no sólo las viejas prácticas que justamente deben desaparecer -ésas que el PAN no quiso combatir y en las que el PRI se deleitó-, sino también el andamiaje institucional, los hábitos positivos logrados a través de décadas de timidez democrática, el Estado de Derecho y todo lo que parezca oponerse a una transformación que se antoja ya no institucional y democrática, sino nihilista y autoritaria. El nuevo Gobierno se beneficiará si, esforzándose por inculcar la virtud en sus militantes, no olvida la cautela moderna, esto es, el peligro que repta debajo del manto democrático, la tiranía de la parte sobre el todo.