Los sismos de 1985 y 2017 son un ejemplo de cómo ha cambiado México en las últimas tres décadas para pasar de ser una nación cerrada, antidemocrática, discriminatoria, opaca, de medios controlados e impunidad absoluta, a avanzar en el proceso de ser un país abierto al mundo, más tolerante y respetuoso, donde la impunidad muy lentamente se combate gracias a la transparencia y la libertad en los medios de comunicación, pero también -si bien se mantiene y refrenda la solidaridad de los mexicanos frente a la tragedia y los mecanismos de protección civil funcionan eficientemente en las emergencias- donde persisten la corrupción y burocratismo como factores que originan o magnifican las tragedias.

México se transformó radicalmente después de los sismos de 1985. La ineficiencia e insensibilidad del gobierno de Miguel de la Madrid, sus intentos por minimizar la tragedia primero y luego por ocultar el número de muertes fueron el caldo de cultivo en que la indignación que siguió a la entrega y solidaridad de la sociedad abrió paso a nuevas formas de organización y participación social y política que provocaron el surgimiento del Movimiento Urbano Popular en la Ciudad de México, y fueron la antesala del quiebre del sistema con el movimiento en la UNAM del Consejo Estudiantil Universitario en 1986-87, la Corriente Democrática y la candidatura presidencial de Cuauhtémoc Cárdenas en 1988.

Fue entonces que se gestó el fin del sistema de partido casi único.

No se pueden explicar los cambios políticos y sociales de la última década del siglo XX, los cuales llevaron en 1997 al triunfo del PRD en el entonces Distrito Federal o a la alternancia electoral en la Presidencia de la República con Vicente Fox y el PAN en el año 2000 sin el surgimiento y desarrollo de una sociedad más participativa y politizada nacida de los sismos de 1985.

Por lo que se ve, los sismos de 2017 no tendrán el impacto social y político que los de 1985, pero tienen el valor de la memoria y de refrendar que aún aquejan al país los mismos males que hace tres décadas causaron una ola de dolor e indignación que sacudió a México más allá de sus edificios y construcciones.

En 1985 hubo nueve mil muertos reconocidos (aunque la Cruz Roja estimó entonces 15 mil decesos) y un millón de personas debieron abandonar sus hogares. El 7 de septiembre de 2017 murieron 102 personas y 369, el día 19; hace un año, 50 mil mexicanos se quedaron sin casa en la Ciudad de México, Morelos, Puebla, Estado de México, Oaxaca y Guerrero. El impacto fue distinto, pues hace 32 años la tragedia se centró casi exclusivamente en la capital del país y en 2017 la emergencia se extendió a los estados del centro y el sur de la República.

Pero lo que sigue doliendo e indignando es refrendar historia tras historia que la corrupción mata, destruye patrimonios y proyectos de vida como en los edificios de la colonia Portales, donde se descubrió cómo violaron todos los reglamentos de construcción los empresarios inmobiliarios y las autoridades de la delegación Benito Juárez.

O la insensibilidad de la que la burocracia hace gala ante el desamparo de muchos que desde hace un año viven en campamentos frente a sus edificios y viviendas fracturados, en la zozobra de ignorar si lo que era su casa será reparado o derrumbado y, además, sin recibir recursos para salir adelante y recuperar lo que antes fue su hogar.

En 1985, los sismos golpearon el corazón de nuestro país; en 2017 llegaron y nos recordaron que hay males mayores que quedaron expuestos al moverse de nueva cuenta la Tierra y que desgarran perennemente el alma de México.