Me envía la editorial Planeta una caja con la reedición de las obras de Jorge Ibargüengoitia, del que hablé antes en este espacio, y me clavo con dos libros que no había releído (soy de los que vuelven a su narrativa reiteradamente, lo mismo a sus novelas, que a sus cuentos, que a sus crónicas, que a esas reflexiones cáusticas, inclasificables, que publicaba en la revista Vuelta y en Excélsior).

Los libros son una novela –un viaje entrañable y francamente irónico a lo que entonces llamábamos la provincia (con otro nombre, al Guanajuato donde nació Ibargüengoitia)– y una antología que hizo de sus colaboraciones en prensa –un caso excepcional, porque esa tarea, la de recuperar y editar al Ibargüengoitia de los medios, se la debemos, ya lo dije también, a Guillermo Sheridan.

Releer, esa actividad tan sana y en general tan redituable, conlleva ciertos riesgos. El más notorio, la desilusión: descubrir que la obra de tus cariños perdió vigencia, un riesgo más elevado, claro, cuando se trata de una obra de raíz periodística, por aquello de la coyuntura. ¿Qué ha pasado con Ibargüengoitia? El rey Jorge no fue un articulista político, sino –como Salvador Novo en sus días, como Carlos Monsiváis en los suyos– uno de los cronistas más agudos de un México que moriría poco después que él, desaparecido en un accidente aéreo el 82, en Madrid. ¿Qué México? El del echeverrismo-jolopismo. El que se llenaba la boca con el canto a la patria; el nacionalista, o nacionalista revolucionario. El que aspiraba a la autosuficiencia, o sea, aquel con vocación de aldea en el que luego sí se dejaban sentir el desabasto y sobre todo la hiperinflación. El del Estado generoso proveedor; el asistencialista. El del Estado motor de la economía, mediante la inversión en industria que se iba a la quiebra (refinerías, por ejemplo) e infraestructura que no siempre estaba muy bien hecha ni era muy necesaria. El de la sana relación con la muchachada sindical. El de los gobernadores como señores feudales al servicio del tlatoani. El que le guiñaba el ojo a Cuba y a uno que otro dictador de los del lado bueno del autoritarismo –de los simpáticos, no de los puestos por la CIA–. El del Estado confundido con el gobierno.

¿Hace falta explicar por qué deberíamos dedicar el sexenio a leer a Ibargüengoitia? A propósito, los títulos de los libros a que me refiero también parecen que ni mandados a hacer. Estas ruinas que ves, se llama la novela. Sobre todo, Sálvese quien pueda, la colección de textos breves.