Ahora resulta que los gobernadores son garantes del federalismo. De hecho ni siquiera ha existido un consenso activo sobre el significado del vocablo entre aquellos mandatarios que manifiestan preocupación por él. Hay un nuevo esquema de poder que ha comenzado a delinearse. Incluso en la más reciente reunión de la Conago, ese organismo de relaciones públicas de todos los derrotados en la elección del 1 de julio, los gobernadores demandaron más centralismo y no más independencia relacional con el centro de poder representado ahora por el presidencialismo fuerte que ha comenzado a edificar Andrés Manuel López Obrador. Los integrantes de esa coordinación cuasi gubernamental habrían deseado que el eufemísticamente llamado convenio de coordinación fiscal -y que no es otra cosa que la negociación a oscuridad de los intereses de los grupos de poder de cada entidad- se mantuviera y permitiera, en sus sueños, el abuso y el latrocinio que ha caracterizado prácticamente todas las gubernaturas de la era previa al 1 de julio. Popularmente, desde los años 70, a los gobernadores se les refiere como “goberladrones” y no hay muchas excepciones. El ejemplo contundente de la cálida ética de los gobernantes, de más reciente memoria, es el del grupo que conformó “el nuevo PRI”, aunque también estuvieron en las prácticas más reprobables mandatarios salidos del PAN y del PRD. La decisión de crear coordinaciones de los estados que articularán la relación de los mandatarios con el presupuesto federal y, en consecuencia con el poder federal de este tiempo nuevo, es al menos un principio ordenador y de control cuya ausencia hizo posible el aguzamiento de la enorme corrupción de que son responsables casi todos aquellos mandatarios preocupados por su debilidad y sus corruptelas.

La Conago fue un instrumento para encubrir el desmantelamiento de las responsabilidades políticas de los gobiernos para con el resto del país en la relación con el presupuesto y con la ley. Ese organismo nunca fue foro para destacar el incumplimiento de políticas públicas o las corruptelas e incompetencias de sus integrantes. De hecho, era un acuerdo político personalista para proteger los virreinatos de vandalismo de sus integrantes. Ahora será muy interesante la supervisión y el control que podría ejercerse sobre personajes como Alfredo del Mazo o Enrique Alfaro, cuya procedencia y modo de actuar los perfila más bien en la política de opacidad y corrupción previa a 2018 que en el futuro al que apunta retomar el control del poder nacional.

Ojalá que las relaciones públicas no impidan asegurar el cumplimiento de la ley en todos los estados y que la opinión pública observe claramente qué se hace con el erario en esas entidades donde existen dudas, omisiones y complicidades que son conocidas y otras inimaginables, sino hasta después de diciembre, cuando sean evidentes.
Hoy debemos deshacernos de la aceptación estatal de lo que ya es inaceptable a nivel nacional. Digamos adiós al atrevimiento de lo ya impensable: “Sí, soy el gobernador y aquí se hace lo que me da mi… gana”, según se ha llegado a escuchar de los mandatarios a cuya sombra operan sus familiares y amigos.