Vacío inevitable, jornada de ver la lluvia moscovita resbalando perezosa por la ventana (les aseguro que este miércoles aquí llovió), afán de no salir del cuarto y arroparse con la cobija más vieja: hemos llegado a la línea de la nostalgia mundialista…, nostalgia tan extraña que se debe a lo que todavía es, pero pronto dejará de ser.

Es el espacio de dos días entre octavos y cuartos de final, en los que súbitamente notamos que lo que tanto esperamos por cuatro años, está pronto a terminar, que ya sólo nos quedan ocho partidos, que la mayoría ya tenemos de vacaciones a nuestra selección. Ahora lo notamos: hemos vuelto a olvidarlo como en el Mundial pasado, mas no todo en la vida es futbol.

Mientras el cielo de Moscú se encapota todavía más (cosas raras: hoy la obscuridad total llega mucho antes de las once de la noche), mis ilusiones en este Mundial son varias.

En el más subjetivo orden, empiezo por la selección francesa. Los bleus están rejuvenecidos, frescos, dinámicos, gozosos de recargarse en los pies de adolescentes ansiosos y explosivos, de llenarles de responsabilidad. Parece curioso que en ese territorio en el que inevitablemente la curva demográfica apunta hacia el envejecimiento poblacional, el representativo nacional tenga por estrella a Kylian Mbappé y varios más astros lampiños.

La firma del cuadro francés en este Mundial es el cuarto gol hecho a Argentina en un contragolpe modélico. Eso me lleva a la única otra selección capaz de jugar a ese ritmo y letalidad, que es la de Bélgica, con otro contraataque igual de célere, aunque todavía más mortal: la última acción del cotejo que fulminó a Japón. Habituado a que se hable de él cada que anota (lo que acontece muy seguido), esta vez Romelu Lukaku ha sido el pilar de una jugada en la que no tocó el balón: primero partiendo a la defensa con su movimiento, luego rematándola al dejar pasar la esfera bajo sus largas piernas.

De ahí paso a los uruguayos, ese territorio amortiguador entre dos gigantes que en el futbol encontró su ubicación internacional en el mapa. Con defensas como Godín y Giménez, con delanteros como Suárez y Cavani (éste último, en duda para los cuartos de final), vuelven a estar más cerca que sus vecinos argentinos de un título grande.

Por supuesto, Brasil empieza a carburar y de eso podemos hablar con pesar los mexicanos. No importa cuánto extienda el balón por la banda Wilian, siempre llega; y no importa cuánto teatro haga, Neymar siempre desequilibra. Si a eso se añade el sobrado talento de Coutinho y Gabriel Jesús, comprendemos por qué hoy son los máximos aspirantes al trofeo.

Caprichos del destino, los cuatro vienen por el mismo mar abierto, mientras que por la otra llave transitan sobre un lago de aparente serenidad, ingleses y croatas.

Mientras llega el viernes con dos nuevos partidos, continúa la lluvia en Moscú; tormenta nostálgica, apenas consciente, de que lo que tanto soñamos está por conjugarse en pasado. Se nos escurre el Mundial y, aferrados a un té negro, es buen día para recordar el título de un hermoso filme: Moscú no cree en las lágrimas.

Twitter/albertolati

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