Más allá de quién sea el ganador de la elección del 1 de julio o de que las tendencias marquen que el resultado de la contienda llevaría a Andrés Manuel López Obrador a la Presidencia de la República, hay en la agenda democrática, política, social y económica una gran lista de pendientes que deben ser atendidos, muchos de ellos con urgencia.

Los últimos procesos electorales que llevaron a Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto a la Presidencia y el propio proceso de 2018 son muestra de que el régimen de gobierno y el modelo electoral deben cambiar.

En primer lugar, se debe dar paso a una reforma que contemple la instauración de la segunda vuelta electoral ante el fraccionamiento de las fuerzas políticas, para poder construir gobiernos estables y de mayorías claras y alejar las tentaciones autoritarias y de perpetuarse

en el poder que subsisten en todos los grupos y facciones políticas.

Y en segundo lugar, porque el establecimiento de elecciones concurrentes como la de este año -en que se disputaron tres mil 400 puestos de elección popular- han demostrado aun antes de la jornada electoral que son un foco de conflicto y crisis; pero más aun, hacen prácticamente imposible vigilar y auditar a todas y cada una de las campañas y candidatos, lo que le abre de par en par la puerta al dinero del crimen organizado o producto del desvío de recursos públicos.

Es un imperativo ético que los propios consejeros del INE fijen posición y vayan más allá del enunciado de que su misión es sólo cumplir la ley y, como responsables de organizar los procesos electorales pero también como los mayores expertos en la materia a nivel nacional, exhiban los errores, fallos y distorsiones generados por el Congreso y los partidos en la confección de la legislación electoral.

Sólo con un rediseño del modelo electoral y del régimen de gobierno será posible que los vaivenes y perversiones que hemos vivido en este proceso político sean, si bien no erradicados, por lo menos acotados y sancionados.

Pero no sólo eso, es urgente reformar el Poder Judicial, el único que ha sido intocado tras cuatro décadas de cambios de los modelos, atribuciones, integración y controles que han sufrido el Ejecutivo y el Legislativo; jueces y magistrados han demostrado graves carencias,

gran ineficiencia y vulnerabilidad ante la corrupción, amén de haber conformado una “clase judicial” en la que cargos y comisiones se reparten entre parientes y amigos como lo hacían los peores gobiernos del siglo pasado.

En la ineficiencia del Poder Judicial y de la corrupción de sus jueces tiene en parte el origen de uno de los principales males que ofenden y lastiman a los mexicanos que ven cómo quienes matan, roban, violan o se enriquecen con los recursos públicos terminan en la calle libres y sonrientes.

Pero también este mal surge de las procuradurías cuyos abogados son tan incapaces, negligentes o corruptos que entregan a los juzgados investigaciones malhechas e incompletas, lo que le abre también las puertas a los pocos criminales que son procesados. Y a ellos se suma los cuerpos policiacos que no tienen ni la formación, ni vocación ni estructura para enfrentar a los delincuentes.

Por eso es urgente la reforma del Poder Judicial, para que los jueces y magistrados rindan cuentas por su actuar y, al mismo tiempo, den certeza a los ciudadanos que habrá justicia, no sólo burocracia judicial.

Ahí están los pendientes: cambio de régimen de gobierno y de modelo electoral, reforma al Poder Judicial y reestructuración de los cuerpos policiacos. El gobierno entrante y el nuevo Congreso no pueden evadirlos, y si lo hacen, simplemente serán más de lo mismo.