Corría el año 2015. Europa, en estado de emergencia, se vio obligada a hacer frente a la peor crisis migratoria y humanitaria desde la Segunda Guerra Mundial. No estaba a la altura de las circunstancias. Un millón de fugitivos procedentes principalmente de África y Medio Oriente llegaron aquel año al Viejo Continente tras una peligrosa travesía del Mediterráneo. Otros 900 mil, en primer lugar sirios, afganos e iraquíes, entraron a Europa por la llamada ruta balcánica (Turquía, Grecia, Macedonia, Serbia, Croacia, Eslovenia) para alcanzar los destinos más soñados: Alemania y Suecia.


Tengo muy grabadas en mi memoria las escenas de una particularmente generosa hospitalidad de los austriacos que en aquel 2015 se volcaron espontáneamente a ayudar a los foráneos, les preparaban confortables albergues con buena comida, repartían ropa, productos de higiene, conseguían traductores, ofrecían clases de alemán, sin olvidar colocar en cada refugio el letrero “Willkommen”. Más de un millón de refugiados pasaron en menos de 12 meses por Austria, un país de 8.5 millones de habitantes.

La Austria de hoy no tiene ya nada que ver con aquella Austria que desplegaba pancartas “Bienvenidos, refugiados”. El Gobierno de Viena lo dirige desde hace medio año una alianza entre conservadores y ultranacionalistas xenófobos que le dice NO a la migración, particularmente la musulmana. El Ejecutivo austriaco ya puso en marcha una unidad de vigilancia fronteriza con cientos de soldados, policías y helicópteros de guerra para frenar cualquier intento de “intrusión de migrantes irregulares”.
La paranoia europea hacia los refugiados alcanza dimensiones insospechadas. Viena decidió aliarse con el llamado Grupo de Visegrad (Polonia, República Checa, Hungría, Eslovaquia), conocido por su clara política de cierre de fronteras. 


Al lado de Austria está el país elogiado por su “cultura de acogida”, Alemania, la tan generosa Alemania de Angela Merkel que aceptó a cerca de un millón de buscadores de asilo. Resulta que también ahí la política migratoria dio un giro de 180 grados. Los choques internos por los inmigrantes debilitan cada vez más a la coalición que lidera Merkel y dan alas a los ultraderechistas de AFD (Alternativa para Alemania). Hoy, seis de cada 10 alemanes se muestran hostiles a los refugiados y exigen controles más estrictos de fronteras.


Echemos ahora un vistazo a Italia y su nuevo Ejecutivo. El ultraderechista ministro del Interior, Matteo Salvini, no titubeó en cerrar sus puertos a los barcos humanitarios procedentes de África arrancando aplausos y elogios de 70-75% de sus compatriotas.


Observo que la nueva política migratoria de Italia es calificada de “sensata, necesaria y razonable” por la mayoría de los habitantes de Francia, la patria de los derechos humanos y tierra tradicional de asilo.


Después de la estremecedora historia de la embarcación
Aquarius -con 629 africanos a bordo, rechazada por Italia y acogida por el nuevo Gobierno español de Pedro Sánchez-, nació en Europa un sólido eje contra la migración sin papeles en la línea RomaVienaBerlín. Me temo que muy pronto se sumarán al tren antirrefugiados muchas otras capitales del Viejo Continente.

¿Nos espera el efecto contagio?