Cuando han pasado 50 años de la victoria  de Pedro Rodríguez en Le Mans, vale la pena hacer un reconocimiento de la que para mí ha sido el triunfo máximo en el automovilismo mexicano.

Estoy en el mismísimo circuito de la Sarthe, en Le Mans, y recorro por un costado el circuito Bugatti, que es la pista formal de carreras que no toca los caminos rurales. Llegué hasta una de las zonas que menos han cambiado en el legendario circuito, las “eses” de la Capilla y La Foret.

Una zona rapidísima donde me han dicho que Pedro Rodríguez era notable especialista porque no levantaba jamás el acelerador, sino que lo dosificaba progresivamente. Curvas que en su época, a bordo del Ford GT40, o más tarde con los Porsches 917 tomaba por encima de los 260 kilómetros por hora.

Le Mans es una de esas pocas pistas que logran intimidar a los pilotos. Hace algunos años descubrí su efecto con toda crudeza, con toda la verdad, cuando pude asistir a la sala de la junta de pilotos.

Ver a los hombres que saldrán a jugársela de día y de noche, palidecer ante las instrucciones de seguridad, ante los repasos de procedimientos en cada zona del circuito, observar rostros blanquecinos y labios secos después de ver algunos videos de encontronazos contra las barreras de la curva Porsche que dejan tobillos y clavículas fracturadas. No. No es cosa sencilla.

Ellos saben, Le Mans es la pista que menos perdona. No hay golpe pequeño.

Avanzando en un recorrido a bordo del trenecito de los turistas, llegamos a Tertre Rouge, la curva que da entrada a la larguísima recta de Hunaudrieres. Tertre Rouge es una curva derecha, dividida en dos segmentos por lo que es traicionera. Hubo muertes ahí por su devastadora cercanía a un macizo de árboles, que no combina nada bien con coches descontrolados.

La recta es impresionante. Cuatro kilómetros de pisar a fondo y esperar un rato a que se acerquen las chicanas que decidieron poner para frenar las velocidades descomunales que los Porsches 917 generaron, el que más fue el Porsche Gulf de Pedro Rodríguez que rompió la barrera de los 400 kilómetros por hora.

Sí, es una cosa de locos. Porque al llegar a esos extremos también hay que frenar y confiar en que la mecánica haga trabajar bien a los discos y las pastillas en la curva del poblado de Mulsanne, y después entrar a la parte más técnica y descarnada del circuito.

En pleno camino rural, sin acotamiento o división posible entre el asfalto y la hierba empieza un auténtico tobogán que pasa por las curvas más legendarias como Indianápolis, Arnage, Porsche, Maison Blanche, sin que el ancho de la piste supere los 12 o 14 metros.

Manejar ahí de noche a 300 kilómetros por hora es un acto de fe, no se siente nada si pierdes el pavimento y tocas el pasto húmedo a los costados, sino hasta que pega el auto contra la barrera y tu cabeza rebota varias veces dentro de la cabina. Es imposible detectar la falla y componerla. La única opción es evitarla.

El triunfo de Pedro en aquel año cumple 50, tras esta que ha sido otra épica carrera de Le Mans, y sigue sin tener un punto de comparación por su valor épico y deportivo. Le Mans decidió hacer a Pedro, el más grande.