¿Quién o qué puede disputarle la supremacía al Estado? Con el paso del tiempo, los agentes privados –los guiados por la maximización de utilidades; no necesariamente si su propiedad es de capital abierto o cerrado–, globales y digitales, si así lo quisieran, podrían hacerlo con relativa facilidad y, peor aún, desde el anonimato. Me refiero, pues, a los Google, los Facebook, los Amazon, y los que vayan apareciendo. No lo digo por creer en una maldad inherente a estas corporaciones, sino por los saltos exponenciales en materia de internet que las sociedades –vía estos agentes, los viejos y nuevos– dan cada vez más rápido, haciendo que la función reguladora de un Estado-nación sea, como mínimo, extremadamente lenta y maniatada en sus propios límites jurídicos y operativos.

 

Me remito al ejemplo de Google. Esta subsidiaria de Alphabet tiene 2 mil millones de usuarios al mes –para una comparación, la población mundial es de 7 mil 600 millones– solo en su plataforma celular, Android –además de buena parte de su información personal–; según Statista, Google tuvo en 2017 ingresos mundiales por 109 mil millones de dólares –más que el PIB para 2016 de países como Ecuador, Ucrania, Costa Rica, Marruecos, Guatemala, etc.–; así como la propiedad de Youtube, sitio fundamental a nivel mundial para la creación de percepciones públicas. Salvo el caso de la multa –aún disputada– que la Unión Europea dio al gigante informático de 2 mil 400 millones de euros por supuestamente sesgar sus búsquedas para beneficio propio, todo ha sido “suave” entre Google y el resto del planeta; Serguéi Brin y Larry Page, sus fundadores, han procurado un sistema de transparencia cotidiano y otras herramientas para la “rendición de cuentas”.

 

¿Qué problema tiene esto? Que hasta ahora dependemos de la buena voluntad de los tomadores de decisiones en Google; tal asimetría en nuestra relación con ellos implica pensar escenarios negativos, ya no solo con Google y similares, sino con los que vayan apareciendo: ¿qué pasará el día en que aparezca un Google o un Facebook –o alguien con su tamaño– sin caras, sin propietarios visibles, sin personas a quienes podamos juzgar, si es necesario, por sus actos –como en el caso de Bitcoin, que aún no sabemos exactamente quién lo creó–? Hoy internet nos ha demostrado que, potencialmente, no tiene límites, y esto se expresa con distintas facultades actuales o proyectadas: financiamiento y transacciones no reguladas –vía, por ejemplo, criptomonedas y otros mecanismos para actuar fuera del sistema financiero mundial–; anonimato en caras e intenciones; “hackeo” con fines terroristas –de, por ejemplo, armamento nuclear–; robos o mal uso masivo de información –tema reciente de Cambridge Analyitica y Facebook–; confusión o pánico social deliberado; “fake news” para diversos fines; alteración de datos electorales, y un larguísimo y terrorífico etcétera.

 

La sola creación del Estado como entidad superior a todos los hombres, parte de la idea de prevenir el dominio bruto y meramente muscular del fuerte sobre el débil. Por supuesto que hay dos caras: la información, la salvaje libertad de creación en lo digital, la hiperconectividad y los tentáculos para usarla –el internet y las TIC— son, al mismo tiempo, esperanza y amenaza para el mundo. Pero el internet no va un paso adelante; va cien. Y ese es el problema. Por ello, el enfoque preventivo –reitero: preventivo– que ideó al Estado moderno –liberar al débil del fuerte–, debe replicarse para, como mencioné el lunes pasado, vigilar, defender y castigar –todo con un marco de legitimidad de organización– de manera homologada y en todo el planeta, a los agentes que le llevan cien pasos de ventaja a prácticamente todos los gobiernos nacionales.

 

David Runciman, profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Cambridge, aborda con maestría este supuesto, insisto, no solo aplicable a Google –piense en Facebook–: “Cuando el gobierno se porta mal, Google se queja. ¿Quién se quejará cuando sea Google quien se porta mal, si no el gobierno? “¿Y qué?”, dirán los chicos de Google. Recordemos el lema de la empresa: nosotros no somos malvados. Así que no te haremos daño; nosotros no luchamos en guerras, no coaccioamos a nadie, no tenemos ninguna necesidad de abusar de nuestro poder como hace el gobierno (…) Lo cierto es que si Google no puede abusar de su poder como sí lo hace el gobierno es porque el gobierno está ahí para impedírselo. Si eliminamos esa barrera –esto es, si concedemos a Google el derecho a decidir a dónde, cuándo y cómo emplear su tecnología para espiar a la gente–, los abusos no tardarán en llegar. Y puede que no pase mucho tiempo antes de que también llegue la guerra. ¿Quién preferiríamos que controlara nuestra tecnología, un programador o un político? Yo me decantaría por el político. Pero la cuestión no es esa. ¿Quién preferiríamos que controlara nuestro gobierno, un programador o un político?”.

 

Tal vez no sea el decaimiento del medio ambiente ni las volátiles finanzas mundiales, sino el internet y su potencialidad, lo que nos orille a plantear realmente un Estado o gobierno mundial más allá de la teoría. Y no, el que sea global no garantiza que este sería efectivo, pero es, de manera cada vez más clara, un peldaño necesario para afrontar los problemas de la globalización. La sola noción de Huntington del “hombre de Davos” –“nueva élite global (con) poca necesidad de lealtad nacional, ven las fronteras nacionales como obstáculos que afortunadamente se están desvaneciendo, y ven a los gobiernos nacionales como residuos del pasado cuya única función útil es facilitar las operaciones globales de la élite”– es, de manera implícita y bajo una lógica dicotómica de complementariedad, una invitación a discutir un regulador mundial para el hombre global. Asimismo, la ONU, la Unión Europea, y otras alianzas que generan responsabilidades supranacionales son, esencialmente, ensayos de un Estado o gobierno por encima de los de los países.

 

En 1947, Albert Einstein, defensor de la idea de un gobierno mundial, veía este como la única solución para lograr la paz en el mundo: “Como ciudadano de Alemania, vi cómo el nacionalismo excesivo puede extenderse como una enfermedad, trayendo la tragedia a millones”. Atacar este problema ameritaba, según él, borrar fronteras primero, y después instituir una autoridad por encima de las naciones –además Einstein previó, de manera correcta, que entidades como la ONU serían ineficientes para evitar guerras y conflictos debido a su sumisión ante potencias–. El físico tal vez no era el mejor teórico de la política, pero tenía un punto: problemas que crecen requieren soluciones que crezcan con ellos. El tiempo corre.

 

@AlonsoTamez

 

*Si usted no leyó la primera entrega de este texto, “El hombre de Davos: parte uno”, aquí se lo dejo: https://www.24-horas.mx/2018/03/26/hombre-davos-parte-uno/.

 

aarl