Sentimos vergüenza, impotencia, rabia al observar casi diariamente, desde marzo de 2011, escenas de niños ensangrentados, hospitales reducidos a escombros, bombardeos feroces hacia la población civil, ataques contra convoyes humanitarios, matanzas, miseria, desesperanza. Nos duele, nos atormenta por momentos, pero estos estados de ánimo de occidentales mimados no aliviarán la catastrófica situación en la que se encuentran millones de sirios.

 

A muchos europeos se les han secado las lágrimas de cocodrilo. Cuesta cada vez más trabajo entender quién es quién, al percibir imágenes de muerte que desbordan los noticieros de televisión, le cambian de canal. Se instaló la odiosa rutina del hastío.

 

Ya sabemos que habrá otras treguas en Guta Oriental, y que serán violadas horas o minutos después de su entrada en vigor. La ONU, ya casi sin credibilidad, aprobará nuevas resoluciones para frenar la carnicería, textos vagos que sólo servirán para preparar nuevas ofensivas.

 

En 2013, el presidente Obama dejó claro que el uso de armas químicas por parte del régimen de Bashar al-Assad supondría sobrepasar “una línea roja” y allanaría el camino para una intervención militar de Estados Unidos contra el Gobierno de Damasco. El uso de ataques químicos fue confirmado por expertos, pero el entonces inquilino de la Casa Blanca dio marcha atrás en su promesa. Le siguieron sus aliados europeos inaugurando un largo periodo de pasividad.

 

Todas las líneas rojas han sido traspasadas en la martirizada Siria, cuna de una civilización que se remonta a tres mil años antes de Cristo, centro de gravedad de Medio Oriente. ¿Y qué? Nada.

 

Como la indignación frente a la sangría no sirve para nada, veamos el devastador balance de la guerra, que sigue su marcha tras siete años.

 

– Entre 350 mil y 500 mil muertos, más de dos millones de heridos, 13 millones de personas viviendo en el séptimo infierno que necesitan ayuda humanitaria urgente, 12 millones de refugiados (seis millones internos).

 

– El mayor desplazamiento de poblaciones desde la Segunda Guerra Mundial, seis millones de hombres, mujeres y niños emprendieron camino con lo puesto rumbo a Turquía, Líbano y Europa.

 

– El Viejo Continente, desbordado por la ola de refugiados, se enfrenta a los demonios del populismo y ve temeroso el auge de los nacionalismos, los virus que se hicieron virales.

 

– Siria aparece transformada en el tablero de ajedrez donde una decena de países mueve sus fichas en el juego de los intereses geopolíticos. Bashar al-Assad se mantiene firme gracias al apoyo de Irán -ansioso de crear el eje chiita entre Bagdad y Beirut-, la milicia libanesa chiita de Hezbolá, China y, por supuesto, Rusia, el actor clave en esta guerra al que se otorgó el rol de arquitecto de la paz y garante del equilibrio en la región.

 

En el equipo contrario, junto a los rebeldes anti Al-Assad, juegan de manera individual o en parejas, dependiendo de la coyuntura: Estados Unidos, Israel, Arabia Saudita, Emiratos Árabes Unidos y la Turquía de Erdogan con su visión neo-otomana. Esta última, el segundo ejército de la OTAN, aprovecha el caos para atacar a los kurdos, que a su vez reciben armas y apoyo logístico de varios países occidentales.

 

Las cosas se han enmarañado demasiado y aún no se vislumbra una luz al final del túnel, ese laberinto donde diversos grupos de oposición al régimen de Damasco -confundidos a menudo con un sinnúmero de bandas terroristas de corte islamista- reciben ataques indiscriminados de Al-Assad. Sólo en las últimas tres semanas los bombardeos contra el enclave rebelde de Guta Oriental se llevaron por delante a 750 civiles inocentes, entre ellos decenas de niños.

 

Las imágenes de sangre, fuego y cadáveres conmocionan cada vez menos. El espectador le cambia de canal hundido en una espantosa anestesia moral, al menos aquí, en Europa.

 

aarl