No sé si Ricardo Anaya sea un corrupto o no. Pienso que, con la información hasta hoy difundida, todavía quedan lagunas. ¿Por cuánto fue el crédito hipotecario de Banamex para la compra del terreno y la construcción de la nave industrial –crucial para explicar la viabilidad de la operación–? ¿Sus ingresos como diputado daban para tener a su familia viviendo en Atlanta –tal vez sí, pero no ha explicado cómo–? Pero el tema no solo es ese, sino el uso faccioso de las instituciones para descarrilar un opositor político del gobierno federal.

Basta con asimilar el hecho de que, según Reforma, la PGR ha tardado más de 430 días en “investigar” el hoy atorado caso Odebrecht, pero ha sido muy eficiente al indagar sobre Anaya en solo 132 días –incluyendo cateos, acciones del SAT para declarar a la empresa “fantasma”, y difusión de videos por la propia PGR–. Escribo esto para aquellos mexicanos, partidistas o no, que de manera velada o cínica y por conveniencia facciosa, auspician el uso político de instituciones públicas, bajo frases como “el poder es para usarse”.

Más allá de lo obvio –el gobierno intentando beneficiar a un partido–, otro problema es el precedente que se marca. Si bien para 2024 la PGR será una Fiscalía teóricamente autónoma del presidente a la hora de perseguir e investigar posibles delitos, esto no garantiza que Gobernación, el SAT, el CISEN, o cualquier otra dependiente del presidente Anaya, López Obrador o Meade, se mantendrá ajena al proceso electoral.

Uno de los anhelos de nuestra Transición fue precisamente despolitizar las instituciones públicas; garantizar un ejercicio del poder capaz de convivir con la inmensa pluralidad sociopolítica, sin la necesidad de ocultar, castigar o distorsionar esta. El proceso de desafuero de López Obrador, orquestado por el gobierno de Vicente Fox, fue un claro ejemplo de que el cambio de color no garantiza instituciones ajenas a partidismos.

Fox mostró que nuestro presidencialismo, con aún varias discrecionalidades heredadas, fomenta el uso faccioso del poder al “ponérsela fácil” a un presidente. El sistema, tal parece, aún es capaz de pervertir hasta al mejor intencionado, porque se diseñó bajo una terrible tergiversación de la frase “el poder es para usarse”. Porque claro, ¡cobarde todo aquel que tiene poder y no lo usa… pero en beneficio de la gente, de la conciliación de la diversidad, y para la búsqueda de la verdad!

Como conclusión, una reflexión adicional: una ventaja del sistema parlamentario es que si un primer ministro usa el poder público de manera obvia y grosera contra un opositor, es probable que este pierda apoyos parlamentarios y ponga en riesgo la propia coalición que lo llevó al poder –esto ante la amenaza de nuevas elecciones para formar otro gobierno–. Dicho aspecto facilita el “sancionar” de manera inmediata, por lo menos políticamente, a un Ejecutivo faccioso, y por lo mismo, sube el costo de incurrir en la antidemocracia.

@AlonsoTamez

JNO