La intensidad del calor de las balas se confundía con el verano seco de Sarajevo. La capital de Bosnia se había convertido en una ratonera perfecta para que Ratko Mladic jugara a matar, su diversión preferida. Desde las montañas que circundaban la bella Sarajevo, el entonces general Mladic castigaba a los sarajevitas torturándoles, matándoles poco a poco, para que sufrieran más durante los tres largos años que fue asediada Sarajevo.

 

Ratko Mladic se ganó a pulso el apodo de El Carnicero de los Balcanes. En definitiva no era más que el brazo ejecutor del cerebro político, el retorcido psiquiatra Radovan Karadzic que era quien maquinaba cómo aniquilar a la población civil y le giraba instrucciones precisas a su esbirro Mladic.

 

Un grupo de señoras hablaban en el terror de la guerra, mientras hacían fila para conseguir agua. Se encontraban muy cerca de la librería milenaria de Sarajevo que fue bombardeada. Mi camarógrafo Juan Cobo, con el que he cubierto casi todas las guerras -desde aquí un reconocimiento de gratitud infinita a Jorge Pliego, Julio González, Armando Camarena, Raúl Guzmán y tantos compañeros camarógrafos- grababa diversos aspectos de la fila y del barrio donde nos encontrábamos.

 

Yo llevaba ese disfraz que se cubre de las balas y la cobardía que es el chaleco antibalas, mientras charlaba con nuestro guía, el señor Marko, un serbio que mal hablaba inglés, pero que conocía a la perfección los vericuetos más recónditos de Sarajevo.

 

Primero fue la explosión. La onda expansiva vino después. Me vi en el suelo. El señor Marko también. Un zumbido que nacía en mis oídos me retumbaba la cabeza. Pero no estaba herido. Me incorporé y entonces vi la realidad, ésa que te niegas a verla, pero que te la ponen de frente para no olvidarla. La fila del agua estaba repleta de cadáveres y heridos agonizantes. Los esbirros de Mladic habían lanzado un proyectil de mortero de 120 milímetros.

 

Un joven estaba inmóvil, inerte. No respiraba. La bomba lo había reventado por dentro. Un riachuelo de sangre le salía de la nariz a un hombre de mediana edad. Parecía un muñeco desarticulado. Sus piernas estaban rotas. Parecían un arco del revés. Tenía dobladas las piernas a la inversa. El reguero de sangre que se confundía en esa fila del agua comulgaba con la consanguinidad de la inocencia, invocando el maleficio de un íncubo para que acabara con Mladic, El Carnicero de los Balcanes.

 

Viví aquella masacre, pero hubo muchas más de aquellas bestias que asesinaron a centenares de miles de inocentes. Les daba igual que fueran ancianos, hombres, mujeres o niños. Lo demás era lo de menos.

 

Por eso en la ciudad de Srebrenica, Mladic y Karadzic -la otra bestia negra- asesinaron engañando y prometiendo ayuda a la población civil. Pero no fue así. Los paramilitares con Mladic a la cabeza entraron en el pueblo, y ante la mirada atónita de los cascos azules holandeses, ejecutaron en menos de dos días a cerca de ocho mil personas en lo que ellos consideraron una limpieza étnica. Las víctimas eran serbio-bosnias y, por lo tanto, musulmanes.

 

El rosario de masacres de Mladic daría para miles de artículos. De las 19 guerras que he tenido la oportunidad de cubrir en mi carrera profesional, la antigua Yugoslavia fue, sin duda, la peor. Se convirtió en una pesadilla que hoy, al cabo de 25 años, la tengo grabada como si fuera un tatuaje indeleble.

 

Ya no quiero publicitar más al siniestro personaje. Pero agradezco de corazón que el Tribunal Internacional de La Haya hiciera justicia y el indeseable Carnicero de los Balcanes viva recluido en una cárcel, lo que le quede de vida.

 

Fueron demasiados los inocentes que murieron por la vesania de Mladic. Pero al menos va a probar tantito de su propia medicina. Aunque es tan soberbio que estoy seguro que piensa que habiendo perdido, ha ganado porque pasará a la posteridad. Claro, de aquella manera, como uno de los protagonistas de la historia más oscura de Europa.