“¡Fuera Mugabe!”, corean hoy los pueblos, las calles, incluso los senadores en Zimbabue. “¡Fuera Mugabe!”, se dice al fin cuando uno de los más siniestros tiranos de la historia ha sido derribado. “¡Fuera Mugabe!”, con la certeza de que lo que sea que venga difícilmente resultará peor a sus excesos, a su represión, a sus absurdos que condujeron al país a la peor de las miserias.

 

“¡Fuera Mugabe!”, gritado mucho tiempo antes, ya en el lejano año 2000, en un partido de futbol en el Estadio Nacional de la capital Hararé. Sucedió que Zimbabue y Sudáfrica se enfrentaban en la eliminatoria mundialista. Sucedió, también, que con esa derrota a manos de sus vecinos, quedó claro que los zimbabuenses no irían de nuevo al Mundial. Y sucedió que su federación de futbol era encabezada por el sobrino del dictador, Leo Mugabe.

 

La realidad es que por afanes que tuvieran los aficionados de utilizar al futbol como sitio de protesta política, jamás se hubieran atrevido a gritar contra el temido presidente: eso ni se planteaba en aquel Zimbabue. No así, contra su familiar, ese directivo que había arruinado a su futbol.

 

Por ello, en cuanto los soldados escucharon en el estadio clamores en contra de alguien apellidado Mugabe, cargaron en las gradas. El resultado de los gases lacrimógenos y la consiguiente estampida fueron trece fallecidos. Más tarde la FIFA cortaría su ayuda económica a esa federación: “Está claro que el dinero donado por la FIFA no ha sido utilizado para los propósitos planteados”, justificó. Si un organismo faltaba por imponer sanciones al país del sur de África, era el del balón. Eso no impidió que nueve años después se llevara la Copa FIFA a Harare y permitiera que Mugabe amenazara con expropiar el trofeo: “Me han dicho que la copa está hecha de oro puro. Y me he estado preguntando de dónde pudo venir ese oro. Y concluí que debió salir de Zimbabue. No pudo salir de Gran Bretaña, no hay oro ahí”.

 

El Estadio Nacional de Harare puede decir demasiado. Primero, ahí fue el gran concierto de Amnistía Internacional en los años ochenta, cuando todo quien quisiera aliarse al concepto de la paz, se acercaba al entonces libertador Mugabe. Bruce Sprinsgsteen diría emocionado antes de una canción: “No puede haber paz sin justicia, y ya sea apartheid, sistemático o económico, no habrá justicia. Y si no hay justicia hay sólo guerra”. Vaya desilusión, el apartheid de Zimbabue terminó, pero ni justicia ni paz llegaron.

 

Más tarde, la mencionada tragedia en el cotejo eliminatorio, aunque también las cíclicas celebraciones cada que Mugabe cumplía uno de los 37 años que fue presidente.

 

La más ridícula se dio en 2010, cuando tras una larga cadena de antorchistas, Mugabe fue el elegido para encender en el centro de la cancha un pebetero…, sólo que la chica que le otorgaría la flama lo hizo jaloneada por la seguridad del tirano, temerosa de que pudiera tocarlo.

 

El país que llegó a semejante inflación como para imprimir billetes de 100 trillones, que sumaba hasta a 25 por ciento de sus adultos trabajando en Sudáfrica, en el que Mugabe empezó por perseguir a blancos, luego a rivales políticos, después a la etnia Ndebele (él es del otro grupo, los Shona) y finalmente a todos los demás, ese país ha visto una luz en el peor de los túneles.

 

“¡Fuera Mugabe!”, ya se grita con libertad en la Harare que me encontré desértica en 2010. “¡Fuera Mugabe!”, 17 años después de que en un estadio por vez primera se escuchara.

 

 

Twitter/albertolati

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