Toda una regresión a la peor de las caras que ha visto la humanidad, a una Alemania que en nada correspondía con la de ese 2005 en la que me sentía tan orgulloso de vivir: no sólo resultaban retrógradas las ideas extremistas y consignas de odio, también el rebotar de su ridículo fleco a cada frase y el brazo derecho alzándose con sobreactuación, burdo afán de copiar al peor de los monstruos.

 

La belleza gótica de la fuente Schöner Brunnen de Núremberg, contrastaba con el discurso del personaje a cuyo pie entrevistaba. Se trataba del líder del Partido de Extrema Derecha: superioridad racial, rechazo al diferente, aislamiento, distorsión de lo acontecido en la Segunda Guerra Mundial (a su juicio, la única tragedia fueron los bombardeos contra Alemania, sin mención alguna al genocidio), molestia por tener a futbolistas negros y descendientes de extranjeros en el equipo nacional.

 

Tan concentrado estaba yo en formular con corrección las preguntas en alemán y comprender las respuestas, que sólo una vez concluida la entrevista pude percibir el borlote suscitado tras la cámara. Terminado el diálogo, fui interpelado por un señor muy molesto, incluso con la respiración acelerada: “¡¿Qué haces?! ¿Por qué das espacio a esa gente? ¡Eso no es Alemania! ¡Ese partido no representa más que a una minoría ignorante y resentida! ¿Crees en eso?”.

 

Después de recalcarle la cuádruple razón para que yo fuera rechazado por cualquier neonazi (judío, latinoamericano, ascendencia árabe e inmigrante), le expliqué que elaboraba un reportaje sobre el nazismo en el presente y recalqué que la última de mis metas era legitimarlo. Entonces lo entrevisté a él y resumió en pocas frases lo que el común de los locales siente al respecto: “Alemania no cree en eso. La generación de mis padres cometió errores muy graves, gravísimos, y yo puedo estar orgulloso de ser alemán. Muchos pueblos se han equivocado con distintos grados de gravedad y no saben reconocerlo, no luchan para no repetirlo. Eso no pasa en Alemania”.

 

Traigo esa anécdota a colación luego de la elocuente conferencia de prensa ofrecida por Joachim Löw en relación con los gritos nazis proferidos en un cotejo eliminatorio: “Estoy lleno de rabia y muy indignado por lo ocurrido. Es una vergüenza para nuestro país que un grupo de supuestos aficionados utilice el futbol como pantalla para hacer una exhibición más que penosa”.

 

Sólo en Alemania podrá entenderse a profundidad la noción de culpa colectiva y heredada, con su consiguiente carga, con su ineludible responsabilidad. En un país plural, abierto, tolerante, líder hoy como nunca antes del mundo libre y del respeto a los Derechos Humanos, nada tiene que ver el aberrante clamor escuchado en las gradas con la rutina nacional.

 

Si en otros países de Europa ha sido mayor el auge de la Ultraderecha desde que concluyó la Segunda Guerra Mundial (por ejemplo, en su vecino Austria, con el escandaloso Jörg Haider) es porque en Alemania el tema no tiene margen alguno para broma…, y eso aplica al futbol.

 

Hace un par de décadas, aficionados del Real Madrid mostraron suásticas al aterrizar en territorio germano, pensando que pisaban una especie de cuna ideológica. Todavía no salían del aeropuerto y ya habían sido montados en aviones de vuelta.

 

Lo mismo ahora con lo sucedido en el partido eliminatorio en República Checa. Si de algo podemos estar seguros es de que esos personajes no volverán a un estadio. Como dijo Löw: “No los queremos, no somos su selección y ellos no son nuestros aficionados”.

 

Ejemplar y tajante, como suele ser el país ante toda alusión a ese período de su historia. Ejemplar y tajante, como una calle en la misma Núremberg que he referido, con columnas que presentan en idiomas de pueblos víctimas de genocidio, cada uno de los Derechos Humanos.

 

Twitter/albertolati

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