El gran corazón de Estados Unidos sufre hoy lo que doce años atrás sufrió la gente a la que, antes que nadie y más que nadie en el país, tendió la mano.

 

Desde ese 2005, cuando recibió a más de 150 mil personas de Louisiana, cuyas vidas habían sido demolidas por el huracán Katrina, nació ese sobrenombre que a cada año ha encontrado razones para ser reforzado: Big Heart City.

 

El Astrodome, primer estadio en domo, había sido erigido en 1965 con la promesa de poseer a perpetuidad el concepto del futuro. En el hogar de la NASA y en la tierra de los parques temáticos, hacía sentido un campo de beisbol en el que quienes cuidaban del césped portaran disfraces de astronautas y en el que todo estuviera relacionado con el mayor triunfo que desde esa ciudad texana, Estados Unidos conseguiría en la Guerra Fría: el alunizaje que estaba a cuatro años de ser consumado por Neil Armstrong.

 

En sólo cuatro décadas ese mismo Astrodome ya sólo reivindicaba el pasado, ya no tenía perspectiva alguna de nuevo uso. Mientras se pensaba si se demolía o se convertía en estacionamiento, en ese 2005 dio refugio a decenas de miles que, como el domo mismo, dudaban tener futuro alguno.

 

Refugio: otra palabra indispensable al remitirnos a Houston.

 

¿Qué dicta el estereotipo al mencionar el nombre de esta localidad? Hospitales, centros comerciales y poco más, entre lo que debemos incluir los estigmas que acompañan a Texas: cerrazón, maltrato al inmigrante, intolerancia.

 

Pues bien: nada más alejado de la realidad. Houston, con una población tres veces menor a la de Nueva York, es casi tan diversa como la Gran Manzana y recibe a más refugiados que ningún otro sitio de la Unión Americana.

 

Desplazarse por la calle DeMoss, al oeste de Houston, puede hacernos sentir en el Medio Oriente, el África subsahariana, el sureste asiático.

 

Son las tiendas que ofrecen comida Halal, es la mezquita al final de la calle, son los restaurantes con sabores de los rincones más sufridos del paneta, son las mujeres con cabello cubierto y los hombres en túnica, son las yuxtaposiciones de palabras en innumerables idiomas.

 

En una avenida que señaliza su nombre en caracteres chinos, está la sede del Proyecto Amaanah. Su misión es integrar a los refugiados, ayudarles a encontrar estabilidad en tan drástico cambio de vida tras pasar de Alepo, de Baghdad, de Darfur, de Mogadishu, de Kabul, de campamentos de refugiados hacinados en tierra de nadie, a un sitio tan diferente como Houston.

 

Por esos días había entrado en vigor el veto musulmán de Donald Trump y el pánico era tan palpable como las manifestaciones contra el presidente. Un jugador del Amaanah, me decía con un sollozo: “Estaba tratando de volver este verano a Sudán, pero el presidente dice que los sudaneses no tenemos autorización para volver, entonces aquí me quedaré, no puedo arriesgarme”.

 

Más allá del refugio en el Astrodome y de los refugiados en DeMoss Drive, cada que veo las imágenes que ha dejado el huracán Harvey, pienso en el barrio de Aldine, habitado en su mayoría por mexicanos.

 

Ahí, el sueño americano es quimera. Ahí, las casas son frágiles láminas recargadas sobre un par de tabiques. Ahí, desde que fui la primera vez en la Copa Oro 2011, ya me advertían: si viene un huracán, perderemos todo.

 

Hace apenas medio año, cuando estuve en Houston con motivo del Súper Bowl, las paredes continuaban sostenidas con la misma vulnerabilidad. Hoy, sólo podemos esperar que las pérdidas humanas sean las menos posibles. Hoy, cuando el NRG Stadium, donde Tom Brady conquistara su alucinante regreso, luce cual barca rodeada en todo sentido por agua. Hoy, cuando por la autopista que le conecta con el centro, se desplazan sólo lanchas.

 

Twitter/albertolati

 

caem

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