Es sano para el “periodista cultural”, e incluso para el escritor rigurosamente literario –el poeta, el novelista, el cuentista, el crítico–, alejarse de la música, la literatura, las artes visuales o el teatro y meter los pies en la otra realidad, la que normalmente es más sucia: la de la política, los movimientos sociales, la nota roja. Abundan los ejemplos, de García Márquez o Vargas Llosa a Savater y a Guillermo Cabrera Infante. Ensuciarse las manos te gana lectores, amplía tus registros narrativos, alimenta tu literatura-literatura. Pero el beneficio va en las dos direcciones.

 

La sucia realidad suele beneficiarse de niveles de análisis más profundos, más ricos, más heterodoxos, cuando la invaden autores llegados de otros territorios creativos.

 

Una buena muestra de lo que digo, en tierras mexicanas, la ofrece un escritor que murió hace unos días: Sergio González Rodríguez, narrador de ficciones que fue crítico literario y que en los últimos años, con herramientas del ensayo pero también de la crónica, incluso del periodismo puro y duro, se acercó de maneras impredecibles a la parte más amarga de nuestra realidad. De los asesinatos de Ciudad Juárez a la guerra contra las drogas o Ayotzinapa, el Serge, como lo llamábamos quienes lo conocíamos de cerca, se esforzó siempre en desentrañar los mecanismos siniestros, perversos diríamos, que daban origen a los horrores que vemos o vivimos.

 

¿Cómo? Apelando a esa vastísima cultura y esa versatilidad de recursos de escritura que lo distinguía. Huesos en el desierto, su investigación sobre las muertas de Juárez, luego incorporada por Roberto Bolaño a su novela 2666, tiene conclusiones ciertamente dudosas –no comparto su tendencia al conspiracionismo–, pero fue un parteaguas: luego de esa obra mestiza, periodística y ensayística, producto de una investigación de veras colosal, fue definitivamente imposible pasar por alto esa realidad ominosa, atroz.

 

Otro tanto tiene que decirse de su libro más reciente, Los 43 de Iguala. El Serge se tira a matar, como acostumbraba. Su explicación de esa monstruosidad se aventura otra vez en el complotismo cuando apunta a la responsabilidad de los Estados Unidos, pero el libro, nuevamente una crónica que es ensayo o viceversa, es una radiografía cabal del México que propició esa masacre: el del gobierno federal, sí, pero también el del local, que gobernaba bajo las siglas de la izquierda, y desde luego de la izquierda dura, cruel, violenta, en la que se educaron esos chicos marginados.
Sí, se te va a extrañar, Serge.