El autobús del Everton, como todo vehículo grande, tenía problemas para aproximarse al viejo estadio del Arsenal; la estrechez de espacios no ayudaba, pero mucho menos las multitudes que esperaban impacientes para ver en persona a un crío.

 

 

A unos metros de ese portón rojo, a cuya cabeza podía leerse Welcome to Highbury. The Home of Football, empezaron a descender los jugadores visitantes. Finalmente lo hizo un muchachito de cabellos desordenados y camisa malfajada, que giraba la mirada sin terminar de entender el torbellino en que se había convertido su vida; la pedían que sonriera para fotos y no lo lograba del todo; le hablaban y parecía no terminar de comprender lo que se le decía. Rechoncho, inusualmente ancho de cuello, de mejillas rosadas, con algunas pecas, con dientes separados, en ese marzo de 2003, Wayne Rooney tenía 17 años.
Seis meses antes, en el mismo norte londinense, pero en la casa del Tottenham, las gradas visitantes se burlaron del aspecto de ese adolescente en su debut, al grito de “¡¿Quién demonios eres?!”. Cuatro meses antes, contra el mismo Arsenal, pero en la primera vuelta del campeonato, Wayne respondió quién era con un gol de antología, que de pasó acabó con una racha de treinta partidos sin perder para los gunners: “¡Recuerden el nombre! ¡Wayne Rooney!”, clamaba el narrador. Dos meses antes, también en Londres, pero en la cancha del

 

West Ham, el niño prodigio ya había debutado con la selección inglesa.

 

Por todo ello, era especial la visita a Highbury del por entonces apodado balooney (por su cuerpo de globo). Por todo ello, también, las aglomeraciones, la curiosidad, las apuestas de si sería tan especial como se auguraba, de si cumpliría con las previsiones de convertirse en el mayor crack de su país, de si soportaría lo que se avecinaba o, por el contrario, engrosaría el listado de promesas británicas perdidas en el alcohol y la presión.

 

Catorce años después de ese episodio, nos referimos al máximo anotador tanto en la historia de la selección inglesa como del Mánchester United.

 

Lo que nadie podía esperar era que en esta campaña, la primera gran víctima de José Mourinho fuera el mayor símbolo del plantel. Relegado a la suplencia, lejos de un rol de relevancia, habituado por primera vez a la banca, Rooney luce cual monumento rancio en Old Trafford.

 

Ante su decadencia y sabido que el United busca delanteros para el próximo torneo (suena Antoine Griezmann), la permanencia de Wayne es poco más que dudosa. En ese contexto, emergió esta semana el futbol chino con la oferta que le convertiría en el futbolista mejor pagado de la historia: 62 millones de euros por año. El maquiavélico Mourinho alentó la posibilidad al declarar que desconocía si su capitán seguiría ahí en unos días.

 

Rooney ha dicho que no, que se queda. Ya en verano se verá en dónde, pero a los 31 años no está dispuesto a ser tratado como jubilado y mudarse a una liga de retiro.

 

Década y media después de aquel autobús que batallaba para aproximarse al ya demolido Highbury, cuando un señor alzó en sus hombros a una criatura que hoy ya tendrá barba, para que lo contemplara, Wayne desea más.

 

¿La principal razón? Seguramente, que sabe que tiene para dar mucho más.
Twitter/albertolati

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