No importa cuánto tiempo pase desde su partida o exilio: ver a Pep Guardiola enfrentar al Barcelona siempre irá de lo nostálgico a lo morboso.

 

Pocos casos así, máxime si consideramos que apenas dirigió a ese equipo durante cuatro temporadas, aunque suficientes para haber dejado como estela la mayor colección de trofeos que jamás se haya visto en tan corto período: tres Ligas, dos Copas, tres Supercopas españolas, dos Champions, dos Supercopas europeas y dos Mundiales de clubes.

 

Sin embargo, las emociones que desata tener a Guardiola como rival del Barça van mucho más allá de los meros logros deportivos. Pensemos en dos factores.

 

Primero: haberse criado en esa cuna, ya como niño aspirante a profesional, ya como futbolista que mereció precozmente ser capitán, ya como aprendiz que volvió para entrenar en Tercera División al filiar, ya como hombre de casa que recibió la, para muchos, precipitada oportunidad de hacerse cargo del primer equipo, ya como socio o aficionado que eventualmente vuelve a las gradas para apoyar al club que tanto ama.

 

Segundo: la eterna nostalgia de la estética con que su once jugó; si todo pasado fue mejor para el común de los mortales, el pasado guardioliano es el mismísimo edén para el barcelonismo; edén donde pudo editarse una soberbia compilación de relatos llamada Cuando nunca perdíamos, demasiado decir para la más fatalista y paranoica de las aficiones; edén donde el trato al balón pudo ir a la par de la tradición esteticista de la Ciudad Condal: ¿por qué importaba tanto la forma de ganar? Acaso por lo mismo que se continúa construyendo La Sagrada Familia en una región con cifras decrecientes de devotos: culto a la belleza y la identidad.

 

En Manchester City no sólo se ha reunido con dos de los viejos arquitectos blaugranas (los directivos Ferrán Soriano y Txiki Begiristain), sino con una banda de futbolistas que dan pinta de ADN Barça (por condiciones técnicas, por mera estatura) y con un jeque empecinado en poner cuánto dinero sea necesario para importar a Inglaterra ese fenómeno (aquí, a diferencia de en Bayern Múnich, las corrientes contraculturales son menores para Pep).

 

Por eso la visita al Camp Nou de este miércoles es tan relevante y por eso desde que el sorteo puso a los dos equipos en el mismo sendero se marcó esa fecha en el calendario: por un lado, no hay mejor forma de medir determinado modelo que sometiéndolo al parámetro en el cual se basa; por otro, porque sólo con Guardiola en los controles, esa medición va en doble sentido: no sólo el City necesita evaluarse ante su molde, sino también todo Barça post Pep está obligado –o condenado– a enfrentar a su recuerdo.

 

Dicen los románticos que Guardiola nunca podrá disfrutar con una derrota blaugrana. Sin duda se equivocan: antes que amante de esa institución, Pep es competitivo; y si a alguien necesita derrotar es a ese mismo equipo: cuatro temporadas gloriosas de las que es tan esclavo en el exilio como cualquiera que ose ocupar su lugar en esa banca.

 

                                                                                                                             Twitter/albertolati

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