“El futbol resuelve algunas de los grandes crisis de nuestras vidas, se adelantó a la declaración en contra del racismo, porque no distingue entre negro y blanco. Se trata de la velocidad de tus piernas y no de su color”, clamaba Shimon Peres en alguna de sus comparecencias para inaugurar el Mundialito por la paz organizado a cada año por su fundación.

 

En la cancha no sólo se alistaban niños judíos y musulmanes, israelíes y palestinos, sino también personas que habían padecido la peor de las caras de la guerra: perder a alguien querido, sufrimiento, heridas, traumas, resentimiento. Por eso, para el Nobel de la Paz y veteranísimo presidente israelí, el deporte resultaba único: algo más que un puente donde, de otra forma, sólo existirían rencor y afán de perpetuar al infinito el daño recíproco.

 

Tanta cercanía con el balón generó que ya con noventa años brincara a una cancha con Lionel Messi y le tirara como pase un fogonazo hacia el estómago. Peres podía no saber tratar una pelota, pero entendía como pocos la mejor forma de utilizarla: “El futbol no se juega uno contra otro, sino uno con el otro. Ustedes, niños del sur de Israel que juegan futbol con niños palestinos, simbolizan la esperanza por la paz y la esperanza para todos nosotros a fin de superar los desafíos”.

 

No sólo hablamos del futbol en uno de los sitios con más convulsa realidad; hablamos también de un futbol en especial impregnado de nociones ajenas; por ejemplo, en Líbano cada club representa a una religión o grupo: el equipo de los maronitas es el Sagesse, el de los cristianos ortodoxos el Racing Beirut, el de los chiitas el Nejmeh, el financiado por Hezbolá es al-Ahed, los seguidores del asesinado primer ministro Rafik Hariri –sunitas– están con al-Ansar, los drusos apoyan al Safa Sporting.

 

En Egipto toda una revuelta y la consiguiente caída de Hosni Mubarak tuvo como epicentro de las protestas al futbol, en Irán se generó una genuina revolución para que las mujeres pudieran tener una sección en los estadios, en Siria los mejores jugadores son tomados por el Al-Jaish por ser manejado por la élite militar de Bashar Al-Assad, en Turquía la pugna entre islamistas y secularistas se refleja en cada derby e incluso en los divisionismos al interior de su selección, y en Israel mismo se evidencia en cada equipo la postura: si alinean árabes, si hay cantos de odio y actos violentos en las gradas, si tienen como ídolo a algún crack musulmán.

 

Por eso es tan relevante que uno de los mayores combatientes por la paz, como lo fue Shimon Peres en las últimas tres décadas de su dilatada trayectoria, se haya aproximado de esa forma al balón.
Cuando Atenas 2004 estaba por inaugurarse, tuve el privilegio de entrevistarlo antes de que se desplazara al Estadio Olímpico. Con ritmo pausado, con contagiosa sonrisa, con ese andar erguido que presumiría hasta el final, con una cercanía con la juventud que le llevaría años después a tener hasta cuenta de snapchat, dándose antes tiempo para hacerme preguntas él a mi, me explicó: “El deporte es diálogo. Me emocionan mucho los Olímpicos, porque son la prueba de que podemos jugar y si podemos jugar es que podemos vencer a la guerra. Si compartimos deporte y estamos juntos en unos Olímpicos como hoy, si podemos jugar sin fijarnos en diferencias, entonces es posible la paz. Algún día acabaremos con los campos de batalla y florecerán campos de futbol”.

 

Como él mismo, optimista irrefrenable, insistía: una escuela de futbol tiene que ser una escuela de paz.

 

Twitter/albertolati

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