Nunca hubo protesta más sutil. De tan sutil, doliente, lacerada, incluso, y en su silencio, rabiosa.

 

Vera Caslavska compartía la cima del podio con la gimnasta rusa Larisa Petrik, por lo que al escuchar el himno soviético, reaccionó bajando su rostro y alejando la mirada de la bandera roja que se elevaba a la par de la suya, la checoslovaca. Eran los Juegos de México 1968, y por esos mismos días se suscitaría una protesta mucho más elocuente e indiscutible en los puños de los atletas afroamericanos Tommy Smith y John Carlos.

 

No se trataba de cualquier deportista, sino de una mujer que cerraría su carrera con 11 medallas olímpicas, incluidas siete de oro; de la primera en conquistar el primer sitio en todas las modalidades (a Larisa Latynina le faltó coronarse en barras asimétricas); de la eterna novia de los públicos para los que actuó: los japoneses en 1964 y los mexicanos en 1968. Más aun, de un personaje que meses antes, cuando los tanques enviados desde el Kremlin invadían Praga, tuvo que esconderse entre montes y ganado para evitar ser arrestada por su disidencia.

 

Caslavska había sido una de las principales personalidades de su país adheridas al “Manifiesto de las dos mil palabras”, que perseguía otro tipo de comunismo, abierto y alejado de Moscú. Por eso pronto se ocultó y entrenó de la forma más rudimentaria en el campo, por eso las eternas acusaciones de que su puntuación en 1968 fue saboteada por las juezas soviéticas, por eso la protesta en pleno podio olímpico, por eso sus problemas para conseguir trabajo una vez concluidos los Juegos de México.

 

Hace cuatro años, en una entrevista para este diario, Vera explicaba la razón por la que a pesar de tantos interrogatorios y presiones, nunca retiró su firma del manifiesto: “Porque sabía que si lo hacía, la gente que cree en ti, en la idea de la libertad, iba a estar más deprimida y perdería la fuerza. En cambio, aunque fuera un solo nombre podrían decir: ‘Mira, Vera no lo hizo…’. No quería quitarle a la gente la esperanza (…) Nuestros padres no nos enseñaron eso. En mi casa nunca hablábamos de política, simplemente así nacimos. Nos vino en la sangre como un regalo…, o como una maldición”.

 

Su vida familiar es inclusive más trágica que su desobediencia política. Su depresión durante muchísimos años, también.

 

Imágenes difíciles de relacionar con la exultante joven que ejecutaba la más fina gimnasia a ritmo de sones mexicanos y que se casaría en nuestro país, en un baño de masas, durante esos Olímpicos.

 

Vera Caslavska fue la cara deportiva de la Primavera de Praga, con una diferencia. Su protesta se dio cuando los jóvenes checoslovacos ya habían sido desalojados de las calles, cuando los tanques soviéticos ya habían impuesto su voluntad, cuando su país, a perpetuidad nostálgico y mutilado, ya había tenido que admitir esa frase que otro disidente, Milan Kundera, otorgó a un libro como título: que la vida estaba en otra parte.

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