Sería absurdo recurrir al tópico de que lo importante no es ganar sino competir, de autoría erróneamente atribuida a Pierre de Coubertin. Sería absurdo recurrir a ese tópico, cuando hablamos de uno de los deportistas más obstinada e irrefrenablemente competitivos de la historia.

 

Rafael Nadal demostró el domingo, en el duelo por el bronce olímpico en Río 2016, que es muy difícil ganar con la calidad que él tantísimas veces ha ganado, pero que es incluso más difícil perder con la dignidad que él lo puede hacer.

 

Me explico. El mallorquín traía a cuestas una preparación deficiente que hacía pensar que abandonaría estos Olímpicos, lesiones que le han impedido jugar pleno al menos desde la primera mitad de 2014, dolores crónicos en las cuatro extremidades que le convierten casi en suplicio cada punto, no menos de 21 horas-partido en una escasa semana (el sábado conquistó el oro en dobles, con su mejor amigo Marc López) y, para colmo, muy pronto se asumió que la disputa de ese tercer puesto, enfrentando al japonés Kei Nishikori, era algo inaccesible: primer set perdido, segundo set abajo 5-2.

 

Entonces Nadal enredó a Nishikori, lo sometió a fuego rápido, hasta que le ganó ese set. Con rabia, con orgullo, convirtiendo cada pelota en batalla digna de epopeya, se levantó. Ya después hubo una buena polémica con Kei pidiendo una pausa y demorándose 12 minutos en volver, lo que bastó para apagar el huracán español que le había atacado desde el punto más ciego y en el instante más inesperado.

 

Rafael, que ya tenía un oro de Beijing y otro recién recibido en Río, se fue de esa cancha sin medalla de bronce, aunque visto su derroche de vísceras, tampoco es que le haga demasiada falta. Más cara no pudo vender la derrota, quien no cree en la rendición o en la capitulación, quien con raqueta sólo ha de morir matando.

 

Horas después, otro portento de la obstinación, que casualmente eliminó a Nadal en semifinales, buscaba el título olímpico. Juan Martín del Potro llegó a Río con mera etiqueta de participante, de animador, de ocupar la plaza 141 del mundo, de que haría su mejor esfuerzo y se iría sin molestar mucho, noción reforzada cuando el sorteo le puso a Novak Djokovic como rival inicial. Lo hecho por Del Potro en ese Parque Olímpico queda como una de las estampas más conmovedoras e inspiradoras de estos Juegos.

 

Lanzado por una afición argentina que, como con el baloncesto e incluso el golf, futbolizó el tenis con sus cánticos y gritos más propios de gol de Boca, Juan Martín ha resucitado en este torneo. ¿Cuánto le duelen rodillas y músculos?, ¿cuánto le pesa llegar a cada bola?, ¿cuánto padece en cada recuperación?, ¿qué factura le pasará tan trepidante semana tras un par de años vacilantes? Ya se verá: pero el deporte es aquí y ahora, tiempo-espacio en el que se dibuja una clara línea entre esa minoría que pelea hasta lo que ya humanamente no puede ser, y esa mayoría que cree que hay una sola manera de perder, que no entiende la relevancia del concepto de dignidad, perseverancia, entereza.

 

Se acabó el sensacional torneo de tenis de Río 2016. Se acabó con los dos principales favoritos (Djokovic y Serena Williams) fuera de escena. Se acabó tras habernos hecho hiperventilar tantas veces.

 

Tenis digno del Monte Olimpo, pero no de la frase erróneamente atribuida a Coubertin.

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